Antropoceno: cuando el futuro nos alcanza

Algunos científicos están anunciando una nueva época geológica que, por primera vez en la historia de la Tierra, vendría determinada por la influencia directa de los humanos en los equilibrios del planeta. Un debate abierto que, en cualquier caso, supone una alerta sobre temas trascendentales como el cambio climático

En el curso de un congreso científico celebrado en México en el año 2000, el premio Nobel de Química Paul Crutzen se dirigió a sus colegas y dijo que, en realidad, ya no vivimos en el holoceno: “¡Estamos en el antropoceno!”. Por una razón muy sencilla: los seres humanos han transformado en tal grado el planeta desde el comienzo de la revolución neolítica –propiciada a su vez por el fin de la última edad de hielo– que no podemos seguir usando el mismo vocabulario. De ahí la nueva palabra: ese antropoceno que, desde ese momento inaugural, se ha abierto paso con vigor en los laboratorios y fuera de ellos.

Disciplinas tan variadas como la arqueología, la geografía, la teoría política, la filosofía, el derecho, la ingeniería, la historia y la antropología están acompañando a las ciencias naturales en la exploración de este poderoso concepto. Así que poco a poco va cundiendo la impresión de que el futuro ha terminado por alcanzarnos y nos encontramos en el gozne que separa dos épocas: entre el confort relativo del holoceno y la incertidumbre planetaria del antropoceno. Un cambio de paradigma que pone sobre la mesa preguntas nada ligeras sobre el modo en que organizamos las relaciones sociona­turales.

Puede que el episodio original, relatado por testigos presenciales, se haya embellecido. Pero Paul Crutzen sabe de lo que habla: fueron sus investigaciones sobre la atmósfera las que permitieron identificar el agujero de la capa de ozono y atribuir su existencia a la acción humana. A sus ojos, seguir hablando de los sistemas naturales sin referencia a la influencia humana no tiene ya sentido. Es esa intuición, asentada en un abrumador cuerpo de datos, la que se encuentra en la base de la hipótesis del antropoceno. De hecho, el término lo venía empleando informalmente el biólogo Eugene Stoermer, con quien Crutzen publicó la primera pieza sobre el tema. Y hubo otras prefiguraciones: el periodista Andy Revkin habló del antroceno en su libro sobre el cambio climático de 1992 y el cantante Nick Cave ha titulado así una de sus canciones. No es de extrañar: los sociólogos del riesgo, así como algunos ecologistas, llevan un tiempo hablando del fin de la naturaleza. La vieja preocupación por el impacto humano sobre el mundo natural, presente en nuestra cultura desde el romanticismo, ha adoptado así una forma nueva y se expresa en la idea de que la humanidad es ya un agente de cambio medioambiental a escala planetaria y quizá geológica.

Esta proposición científica tiene dos vertientes que conviene separar cuidadosamente: una es geológica y la otra corresponde a las llamadas ciencias del sistema terrestre. Es esta última una disciplina de conformación todavía reciente: la hipótesis Gaia, formulada por James Lovelock y Lynn Margulis a comienzos de los años setenta, postuló que el planeta es un organismo autorregulado y que los organismos vivos –cuyo conjunto forma la biosfera– regulan el clima del planeta como si fuera un termostato, asegurando las condiciones necesarias para la vida. Y aunque hoy se considera que ese mecanismo de regulación climática es geoquímico y no biosférico, la idea de que la Tierra funciona como un sistema complejo y dinámico ha estimulado el desarrollo de una comunidad disciplinar que se ocupa de estudiar esos sistemas y procesos. Entre ellos, decisivamente, el clima: la alteración antropogénica del sistema climático causada por la liberación de ingentes cantidades de CO2desde que se inventase el motor de combustión actúa ya de suyo sobre otros sistemas planetarios, desde la capa de ozono hasta la circulación oceánica.

Sin embargo, el impacto humano no se limita al clima. Tres cuartas partes de los caladeros marinos están sobreexplotados o cerca del límite, mientras que en la superficie terrestre la masa de los seres humanos (32%) y de los animales domesticados (65%) apenas deja espacio al resto de la vida animal, lo que explica el descenso de la biodiversidad. Por otro lado, el 15% del flujo fluvial se ha visto alterado por las 45.000 presas de más de 15 metros existentes en el mundo, con el efecto correspondiente en la erosión y la sedimentación. Y sólo un cuarto de la superficie terrestre no helada es virgen, de la cual apenas un 20% son bosques y el 36% es estéril: el resto estaría constituido por ecosistemas formados por antropomas (o biomas humanizados) que resultan de la alteración antropogénica de las formas y procesos naturales. Sumemos a eso los residuos derivados de la actividad humana, de una variedad casi obscena. El resultado es un planeta cuyos sistemas naturales están ahora acoplados a los sistemas sociales. A consecuencia de ello, el planeta está empezando a operar en una modalidad –advierten Paul Crutzen y Will Steffen– para la que no tenemos analogía: rumbo a un equilibrio cuya benignidad para la especie no puede darse por descontada.

No obstante, han sido los geólogos quienes con más ahínco han defendido el antropoceno, elevándolo a la categoría de era geológica que vendría a suceder al holoceno: sería la tercera del periodo cuaternario y cierre de una era cenozoica que pertenece al eón fanerozoico, iniciado hace 541 millones de años. Aunque sería más exacto decir algunos geólogos, concretamente los agrupados en el Anthropocene Working Group, el lobby informal que defiende la candidatura geológica del antropoceno ante la Comisión Internacional de Estratigrafía; este organismo y no otro es el que decide sobre la Escala del Tiempo Geológico. Que no todos los geólogos apoyen esta propuesta, e incluso algunos vean el antropoceno como una manifestación de la cultura pop, obedece menos a la rotundidad de los datos arriba expuestos que a las singularidades probatorias de la ciencia estratigráfica. Esta requiere de un marcador fósil a la vez global y sincrónico que pudiera ser observado dentro de, pongamos, un millón de años. Para el paleoecólogo español Valentí Rull, las manifestaciones geológicas de la influencia humana propuestas con arreglo a estos criterios –desde la revolución industrial hasta las primeras pruebas nucleares– no acaban de tener la fijeza material que sería deseable para dar prueba inequívoca de la nueva época; el término sería por ello más político que científico. Pero no es una cuestión cerrada: el grupo de trabajo creado a tal fin está elaborando su propuesta formal y tardaremos todavía unos años en saber si el antropoceno será oficialmente una nueva época geológica o, más bien, se limitará a dar nombre a un momento planetario o época his­tórica.

Sea como fuere, en la búsqueda de ese momento inaugural del antropoceno podemos comprobar de qué modo operan las ciencias sociales y las humanidades cuando procesan conceptos científicos con arreglo a sus propias lógicas. Y es que las distintas alternativas son sopesadas en función de sus cualidades simbólicas y explicativas: la revolución neolítica permitiría señalar el momento en que comienza la transformación humana del planeta; el intercambio colombino, iniciado en 1492, pondría el acento en la cualidad global del fenómeno; los inicios del industrialismo resaltarían el papel del capitalismo; los ensayos nucleares de los años cincuenta traerían al frente el papel de la tecnología; y la llamada Gran Aceleración, que se extiende desde la segunda posguerra hasta la actualidad, enfatizaría los efectos del proceso iniciado con el neolítico. Pero la estratigrafía, claro está, piensa en otros términos.

Algo parecido sucede con la propia palabra. O sea, con ese antropoceno que nos habla de un antropos cuya concreta identidad queda abierta. Porque el antropos es la especie humana en su conjunto, o sea, la suma de todos sus miembros, vivos y muertos, cuyo efecto agregado en el tiempo y el espacio es causa de la disrupción de los sistemas naturales. Pero el consumidor norteamericano tiene más influencia que el angoleño, lo que abre la puerta a una crítica de la universalidad subyacente al término. Más aún, no todos los grupos humanos tienen la misma responsabilidad a la hora de poner en marcha la economía fósil: quizá podríamos hablar del oligopoceno para señalar a la élite europea de los siglos XVIII y XIX. No es la única denominación alternativa: Jason Moore habla de capitaloceno, para individualizar la responsabilidad de este sistema de organización económica, y Peter Sloterdijk se inclina por el tecnoceno con objeto de destacar el decisivo papel de la tecnología. Por su parte, la crítica ecofeminista sospecha que detrás del antropos se esconde un varón que proyecta sobre el planeta valores típicamente masculinos de control y dominio. Hay, como puede verse, para todos: la ciencia propone, pero no dispone.

En buena medida, la preferencia por una explicación u otra depende del modo en que se conceptualice a la humanidad y su relación con el mundo natural. Para el ecologismo clásico, la historia de la cultura es toda ella la historia de un trágico desvío que lleva a la humanidad a alienarse del medio con el que vivía en armonía, hasta acabar –mecanicismo filosófico y economía capitalista mediante– matando al mundo natural al que pertenece. Otra posibilidad es entender que aquello que Marx llamaba el modo de ser de la especie pasa por una adaptación agresiva al entorno que implica forzosamente su transformación: esa construcción del nicho ecológico mediante la cultura y la técnica de la que hablan algunos teóricos de la evolución. Desde este punto de vista, el ser humano no puede elegir: dominar el medio no es una elección, sino una necesidad. Y sólo cuando el medio está relativamente dominado puede el ser humano empezar a preocuparse por las consecuencias de ese dominio. Hablar del antropoceno y de sus implicaciones, a fin de cuentas, no deja de ser un formidable acto de reflexividad sin parangón en el mundo natural.

Ahora bien, el antropoceno no sólo pone de manifiesto el protagonismo de la especie humana en el cambio planetario, sino que nos recuerda que también puede predicarse lo contrario: por más que podamos bautizar una era geológica con nuestro nombre, somos una anécdota en la historia de la Tierra. Tal como ha señalado el historiador Dipesh Chakrabarty, la transición del holoceno al antropoceno es el momento en que convergen tres temporalidades distintas: la terrestre, la humana, la industrial. Y recordemos que en el calendario cósmico popularizado por Carl Sagan, el Homo sapiens aparece a las 23.48 horas del último día del año: apenas hace un instante si adoptamos una perspectiva de tiempo profundo. Si bien el templado holoceno nos ha permitido crear los derechos humanos y las orquestas sinfónicas, la historia del planeta está llena de episodios de violencia telúrica: extinciones masivas, glaciaciones inapelables, resquebrajamientos tectónicos. Así que el antropoceno nos convierte en protagonistas mientras simultáneamente nos descentra, recordándonos un brutal pasado geológico que podría reproducirse en el futuro.

De aquí se deduce que la especie no puede cruzarse de brazos ante las noticias que nos trae la ciencia: hay que hacer algo, aunque no sepamos exactamente qué hacer ni podamos hacer una sola cosa. En último término, el antropoceno nos recuerda que somos criaturas terrenales cuya supervivencia y bienestar depende de las condiciones de habitabilidad del planeta; por esas condiciones, en consecuencia, habremos de preocuparnos. ¿Significa eso que debemos desmantelar la civilización industrial y retirarnos a los cuarteles de invierno de la vida comunitaria? No exactamente: significa que debemos tomarnos el problema climático en serio y deliberar colectivamente acerca de la reorganización del entramado socionatural. Si es posible, evitando que los extremistas se apropien del debate: ni el catastrofismo ni el negacionismo son las mejores guías para la reforma socioecológica. Ya que se trata de hacer lo posible dentro de lo razonable, ligando la sostenibilidad a la modernización y estimulando la reflexión moral sobre el modo en que nos vinculamos con –o desvinculamos de– los demás seres vivos. El antropoceno podría funcionar así como una suerte de apocalipsis didáctico, poniendo en marcha un proceso de ilustración ecológica capaz de reintroducir al mundo no humano en el contrato social moderno.

¿Pueden las democracias liberales lograr este objetivo? A decir verdad, tanto los elementos liberales como los democráticos plantean problemas a este respecto. Por un lado, el ejercicio de las libertades privadas produce efectos sistémicos cuando sumamos la totalidad de las acciones individuales diarias: cada coche, cada ducha, cada hijo. Por otro, las políticas climáticas habrán de contar con el apoyo de las clases medias globales y de quienes, en los países en desarrollo, aspiran a engrosar sus filas: una utopía austera difícilmente marcará el camino del Manuel Arias Maldonado(Málaga, 1974) es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, autor de diversas obras sobre teoría política, medio ambiente y movimientos sociales. Su último libro publicado es ‘ Antropoceno. La política en la era humana’ (Taurus, 2018)

LA VANGUARDIA

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