¿Ahora que nos espera?

Hace unos días, mi buen amigo David Guzmán acababa la entrevista que me hizo preguntándome si soy optimista en relación con la independencia. Le dije que si miro a los políticos no mucho, pero si miro a la gente, mucho. Este ha sido un movimiento surgido de la gente y llevado por la gente -lo que los españoles son incapaces de entender, y entre ellos puede haber desánimos y deserciones, sí, pero se rigen por la formidable terquedad de las convicciones implacables.

Cabe preguntarse por el sentido y el recorrido de una sociedad ilusionada en el actual contexto europeo de indiferencia, desánimo y desgaste por la igualación de categorías y valores. El budismo y otras espiritualidades negativas, autodesprendidas y antimaterialistas, te las puedes permitir, y de hecho son necesarias como factores de corrección, en sociedades prósperas, opulentas y superpobladas. Pero una vez corregido, se necesitan válvulas de seguridad para pararlo. Si no se han previsto, el proceso continúa hasta el decaimiento cultural y civil, hasta debilitarse, volverse estéril, perder capacidad de regeneración y envejecer. Entonces las culturas se extinguen.

Paradójicamente, los conflictos locales compensan las implacables entropías globales. El espectáculo -o el no-espectáculo- de los políticos catalanes ha sido una calamidad. ¿Han hecho falta dos meses para llegar a dónde estamos? ¿No hemos aprendido la lección de los años 1936-1939? Tenemos encima un enemigo -no un adversario: un enemigo- dispuesto a todo, con ganas de destruir, de vencer a cualquier precio, con ganas de hacer daño, ¿y aquí estamos de humor para discutir el color de la moqueta? No parece haber sentido de Estado, ni noción de la historia, ni responsabilidad ante la petición de una ciudadanía que se ha dejado romper la cara por la causa.

Es comprensible que el grueso de las negociaciones se deba llevar fuera del foco de la atención pública. La contradicción de la transparencia como valor lo conlleva, y más en guerra, cuando el enemigo aprovecha toda información. Pero al mismo tiempo, la situación no está para florituras. A los ciudadanos les cuesta entender las ambigüedades, las indecisiones, que se retroceda en cuestiones fundamentales. La clase política no parece consciente de que el pastor-guerrero hispánico se mueve en términos de victoria-derrota-aniquilación, y todo movimiento que no sea hacia delante lo interpreta como debilidad y rendición, ante las que su idiosincrasia no le permite ninguna otra respuesta que el desprecio y el castigo total y definitivo.

Sólo hay que ver las reacciones del gobierno de Madrid a cada paso dado por los catalanes. De lo que les satisface, aprende dónde te equivocas. Ellos viven ahora en moral y retórica de victoria. Nos espera una durísima posguerra, cuyos efectos no apaciguarán claudicaciones, retrocesos, intentos de pacto ni intentos de salvar los muebles, que los otros ridiculizan sin piedad, y sin que se detengan los garrotazos de orden civil, presupuestario y mediático que vendrán igualmente.

Este cronista no se cree más listo que los demás, pero tiene una ventaja, que no es ningún mérito propio intrínseco ni virtud en sí, pero que le da una visión de conjunto: ha vivido muchos años en la Castilla profunda y conoce la manera de ser de su gente. Con las actuales medidas no vamos a ninguna parte. La única posibilidad era hacer efectiva la República y encerrarse en el Parlamento rodeados de una parte de la ciudadanía que habría estado dispuesta a ponerse a ello. ¿Habría tenido consecuencias graves? Seguramente. Pero los ciudadanos son mayores de edad, y dueños de su destino. Recuerden la historia. Nunca se han producido cambios sustanciales sin un coste, y una amplia mayoría de catalanes se han mostrado dispuestos a pagarlo. Si se pretendía hacer todo esto gratis, hubiera sido mejor no haberlo comenzado.

¿Qué votaron las mayorías del 1-O y el 21-D? Sospecho que muy pocos por la situación actual. Muchos -sería de burros ilusos negarlo-, contra la independencia, pero quienes lo hicieron a favor no debía ser para ver a los políticos jugar a barcos. Había una propuesta clara de Puigdemont y de la CUP. La historia juzgará hasta dónde era válido el posibilismo ambiguo de parte de JuntsxCat y ERC, pero el factor psicológico es muy importante en momentos tan graves y, visto el resultado, la apuesta no parece la apropiada. Me ahorro comentarios sobre los comunes, que acabarán, si no están ya, en el bando franquista con el PP, C’s y el PSC.

Uno tiene la impresión de que entre Puigdemont y la CUP no hay ninguna otra cosa que el ruido y la furia shakesperianos. O quizás es una exageración poética, quizá ni eso. Quizá tan sólo peleas de patio de colegio y miseria.

EL PUNT-AVUI