¿Adónde va Putin?

Vladímir Putin acaba de ser reelegido presidente de Rusia con el 76% de los votos. No es una votación ficticia, la moderna Rusia no funciona con el antiguo fraude. El sesgo electoral pasa por el control de los medios de comunicación, la utilización partidaria del Estado y el apoyo de una oligarquía que Putin ha sometido. Tiene ahora hasta el 2024, cuando legalmente no puede volverse a presentar, aunque ya veremos. Pero el poder de Putin se asienta en un genuino apoyo popular a su proyecto nacionalista. La transición de un débil Yeltsin sometido a la oligarquía rusa y influenciado por Estados Unidos a un fuerte Putin que restauró el orgullo nacional perdido con el colapso de la Unión Soviética es clave para entender la evolución de Rusia. Putin proviene de la tradición nacionalista y de servicio al Estado del KGB. Y supo levantar el ánimo de una población desmoralizada y empobrecida que en su gran mayoría detestó a las “demócratas” elites occidentalizadas sospechosas de traición.

Claro que la base de la legitimidad nacionalista sobre la que se asentó tenía que incluir crecimiento económico, modernización tecnológica e institucional, mejora de las condiciones de vida en las principales ciudades y reafirmación del poderío militar como forma de imponer respeto al mundo exterior. Tales fueron las políticas que fueron creando la nueva Rusia del siglo XXI, aunque el primer acto del ascenso al poder de Putin fuese la utilización del terrorismo checheno (posiblemente manipulado) para declarar una emergencia nacional.

Una vez reorganizado el país y sin apenas oposición política (en parte por supresión o intimidación de líderes potenciales por agentes desconocidos), Putin empezó a desplegar sistemáticamente el poder ruso, entroncando simbólicamente con el glorioso pasado imperial, manifestado en la pompa y boato de las ceremonias oficiales. El éxito de esta política es innegable. Sometió el fundamentalismo islámico en Chechenia. Detuvo la deriva de Ucrania hacia Europa, ocupando Crimea sin oposición y dividiendo al país. Intervino decisivamente en Siria, con mucha más eficacia que Estados Unidos, a quien utilizó como subordinado en la lucha contra las distintas fuerzas que intentaban derrocar a El Asad. Aprovechó el combate contra el EI para reforzar su presencia militar en Siria, añadiendo nuevas bases a su base naval en Tartus, el equivalente ruso de Rota. Lo más importante es que en esa guerra selló su alianza con Siria y con su padrino, Irán (que a su vez tiene influencia considerable en Irak), estableciendo en Oriente Medio la más importante posición de poder que nunca tuvo Rusia. Como cobertura ideológica amplió el aparato de propaganda indirecta, con la televisión global Rusia Hoy, el canal Sputnik y una multitud de webs. Y proyectó la imagen de la moderna Rusia integrada a la comunidad internacional con acontecimientos como los Juegos Olímpicos o el Mundial de fútbol.

Experimentó también con una forma de intervención política global que ha causado extraordinaria alarma en muchos países, en particular en Estados Unidos: la manipulación de las redes sociales para socavar el apoyo a los líderes políticos de los partidos tradicionales, ya sea mediante desinformación o movilización en favor de candidatos electorales alternativos, como Trump o Le Pen. Para ello se sirvió de redes de hackerscontratados por agencias rusas cuyas intervenciones fueron multiplicadas por robots retransmitiendo mensajes e imágenes. Demostró así una capacidad de innovación de la intervención política adaptada al siglo XXI muy por encima de lo que otros países han hecho, si bien es cierto que cuanto más abierta es una democracia más vulnerable es a manipulaciones de la opinión.

Ahora bien, hay que situar este fe­nómeno en un contexto más amplio. Y es que la intervención política encubierta o la manipulación de procesos políticos en un país es un rasgo permanente de todos los gobiernos y en particular de los más poderosos. Estados Unidos ha intervenido e interviene siste­­má­ticamente en el conjunto del mundo y en particular en América Latina para fa­vorecer sus intereses en la política interna, aunque con métodos más burdos. Lo que más inquieta es la capacidad rusa (aunque la percepción es exagerada) para intervenir en el nuevo espacio de comunicación configurado por las redes sociales de internet. Pero la clave para que estos mensajes sean in­­flu­yentes es que haya conexión mental entre el mensaje y sus receptores po­tenciales. O sea, que si ciudadanos estadounidenses creen que Hillary Clinton realizó actos ilegales o manipuló las primarias contra Sanders o insultó a los seguidores de Trump es porque piensan que es capaz de hacerlo. Porque ­sabemos que las personas creen aque- llo a lo que están pre- dis­puestas. Además, la prin­cipal fuente de in­tervención electoral en las redes la hizo la propia campaña de Trump, a partir de los datos de 87 millones de usuarios que Facebook vendió a Cambridge Analytica, contratada por Bannon, el estratega de Trump.

Ahora bien, en torno a esa práctica de desinformación se ha construido una interpretación dañina y errónea de las movilizaciones contra la política tradicional. Como las élites políticas no se explican por qué se hunden sus partidos y por qué surge el poder del llamado populismo, lo atribuyen a la manipulación en las redes y esto se lo cargan a Rusia. Interpretación interesada que oscurece el problema de legitimidad que se tiene, con o sin Rusia.

Hay efectos, ciertamente, pero son de segundo orden sobre la base de un “basta ya” sentido por gran parte de la ciudadanía. Y mientras nos distraemos con esta demonización de internet, Putin sigue a lo suyo. Acaba de lanzar Satan II, el mayor misil intercontinental nunca producido. No para destruir el mundo, no está loco. Sino para imponer respeto a una nación que creímos subyugada. Habrá que negociar, palabra maldita para nuestra arrogancia.

LA VANGUARDIA