Académicos abajo firmantes

El otro día una veintena de profesores universitarios españoles hicieron público una especie de manifiesto o carta abierta digno de ser comentado. ¿Versa sobre el incalificable espectáculo que está ofreciendo la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, esa donde es posible obtener un máster sin haber ido nunca a clase y sin que conste la existencia del preceptivo trabajo final, esa donde circulan certificaciones académicas con las firmas falsificadas de tribunales nunca constituidos, esa donde el rector y algún profesor se descalifican mutuamente y se amenazan con querellas…? No, la carta abierta no hablaba de eso. Entonces, ¿era quizás una justificada crítica a la imagen del ministro de Educación de un estado aconfesional del siglo XXI entonando, en el curso de una procesión católica, la canción ‘Soy el novio de la muerte’, máxima expresión del militarismo y el colonialismo modelo -siniestro modelo- Millán Astray? Tampoco.

La carta en cuestión tenía como destinataria la profesora Sally Mapstone, rectora de la prestigiosa Universidad de Saint Andrews, y como objetivo recriminarle en tono agrio el apoyo que la rectora y la universidad escocesas han mostrado a su compañera Clara Ponsatí ante la demanda de extradición presentada contra ella por el Tribunal Supremo español. Los remitentes -que se hacen llamar Foro de Profesores- son un grupito de discretos académicos de los que en España hay decenas de miles, con la incrustación de algunos nombres perfectamente connotados: Miriam Tey (dirigente de Sociedad Civil Catalana, cuñada de Jorge Moragas y autora de la frase «el catalán no me interesa especialmente») o Teresa Freixes (cercana a Ciudadanos, presidenta de la plataforma unionista Concordia Cívica e hija del abogado ultraconservador Francisco Freixes, concejal de Lleida en los años 1980).

Si todos estos firmantes supieran leer -no en el sentido mecánico de la expresión, sino en el intelectual-, yo les recomendaría la lectura del delicioso artículo que, sobre el caso Ponsatí, publicó hace nueve días John Carlin («España: sola contra el mal», La Vanguardia, 1 de abril de 2018) (*); les ayudaría a evaluar el efecto contraproducente que su misiva a Saint Andrews tendrá, ya está teniendo, en aquella universidad y sobre el conjunto de la opinión pública británica.

Pero se ve que no saben leer, si por leer se entiende reconocer los argumentos de los demás y aceptar debatirlos honestamente. Tampoco saben guardar el más elemental respeto por la verdad cuando escriben que «los señores Sànchez y Cuixart, representantes de asociaciones (financiadas por todos los contribuyentes españoles) que apoyan la separación de Cataluña del resto de España, encabezaron manifestaciones violentas…”. ¿Violencia el 20 de septiembre? Òmnium y la ANC, ¿financiados por los contribuyentes españoles? Y mienten de manera goebbelsiana cuando afirman que el 1 de octubre, como consecuencia de «las acciones de la policía catalana y […] de Otras Fuerzas policiales», hubo «cuatro civiles» hospitalizados y «cuatrocientos treinta y un policías resultaron heridos». Asi mismo.

Con todo, lo peor es que no saben historia, o se creen que nadie sabe. Con el fin de defender la alta calidad de la democracia española y de sus aparatos judiciales y policiales, los académicos le advierten a la rectora Mapstone que, según las estadísticas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, «entre 1959 y 2017, el Reino Unido ha cometido al menos una violación de los Derechos Humanos en 314 casos», mientras que España lo ha hecho en sólo 103 casos.

¿Entre 1959 y 2017, dicen? ¿Han olvidado tal vez que en 1959 España se encontraba en pleno franquismo, una situación que se prolongó al menos hasta 1979 -con respecto a los comportamientos policiales, más allá-, y que aquella dictadura era una violación sistemática y diaria de los derechos humanos de millones de personas? Según el autotitulado Foro de Profesores, aquellos 103 casos pretendidamente computados por el Tribunal de Estrasburgo, ¿incluyen las ejecuciones de Julián Grimau, de Granados y Delgado (las tres en 1963), de Puig Antich y Heinz Chez en 1974, los cinco fusilados de septiembre de 1975? ¿Incluyen las decenas de miles de torturados en las comisarías y ‘cuartelillos’ de toda España a lo largo de las décadas de 1960 y 1970? ¿Cuentan los cinco obreros muertos y los ciento cincuenta heridos de bala en Vitoria el 3 de marzo de 1976? ¿Y los tres chicos asesinados por guardias civiles en el caso Almería de 1981? A ver si resulta que, de las ‘fake news’, hemos pasado a la ‘fake arithmetic’.

En el último párrafo de la carta que estoy analizando, estos combativos académicos y asimilados dicen a la rectora de Saint Andrews: «Exigimos que se muestre a las autoridades españolas y sus ciudadanos el respeto que merecen». No, queridos colegas, no. El respeto, más que exigirlo, hay que ganárselo. Y, francamente, si la actuación del juez Llarena no está contribuyendo en nada a fortalecer el respeto por la judicatura española por parte de los tribunales y los juristas europeos, las falsedades y las manipulaciones de la carta de ustedes antes ridiculizan la causa que querían defender.

ARA

(*)

España: sola contra el mal

JOHN CARLIN

LA VANGUARDIA

01/04/2018

El fin de semana pasado tuve la osadía de adentrarme en la Catalunya profunda –en el pueblo insurrecto de Olot, ni más ni menos– para hablar en un festival literario sobre “el mal”. Si “el mal” existía. Como no lo tenía muy claro, no siendo muy dado yo al pensamiento abstracto, me centré en mi experiencia como periodista cubriendo guerras y otras vergüenzas de la huma­nidad; hablé de personajes como los generales Videla y Galtieri en Argentina o de jefes de escuadrones de la muerte en El Salvador y Sudáfrica o de asesinos en serie del genocidio ruandés.

Lo que jamás me podría haber imaginado era que apenas cuatro días después tendría la respuesta a la pregunta que no pude contestar en Olot. Vi el mal, el mal hecho carne, ahí en el salón de mi casa en Londres, con mis propios ojos, en la pantalla de televisión, en las noticias de la BBC. Vi el mal y se llama Clara Ponsatí, temible personaje cuyo nombre resonará por los siglos de los siglos como sinónimo de lo peor de lo que es capaz la humanidad.

San Pablo fue el primero en advertirnos que Satanás asume diferentes disfraces. El de Ponsatí es tanto más siniestro por ser tan aparentemente inocente. Se presenta al mundo como una señora mayor, bajita, de pelo blanco, una abuela erudita que enseña economía en la antigua y venerable Universidad de Saint Andrews, en Escocia, el mismísimo lugar (produce escalofríos sólo pensarlo) no sólo donde se educó el heredero al trono británico, el príncipe Guillermo, sino donde conoció a su futura esposa y madre de sus hijos, Kate Middleton.

La macabra realidad es que la profesora Ponsatí es una líder independentista catalana que ejerció el puesto de consellera de Ensenyament, envenenando las mentes de los más vulnerables, en el gobierno del expresidente Carles Puigdemont. Gracias a Dios, el perspicaz y valiente juez español Pablo Llarena, orgullo y emblema del Tribunal Supremo de Madrid, no se dejó engañar. Acusándola de rebelión, la identificó como una mujer extremadamente violenta que había lanzado “un ataque al Estado” de “una gravedad y persistencia inusitada y sin parangón en ninguna democracia”.

No sólo malvada sino cobarde, Ponsatí huyó de España tras conspirar en la organización del diabólico referéndum del 1 de octubre del año pasado sobre la soberanía catalana y se refugió primero en Bélgica, con Lucifer Puigdemont, y luego en su alma mater escocesa. Fue ahí donde esta misma semana la vi en televisión; fue ahí donde, tras una orden de arresto internacional cursada por el juez y fidei defensor Llarena, la policía hizo lo propio: para alivio de los españoles y de gente sensata en Europa y el mundo entero, capturaron a Ponsatí en Edimburgo y la encerraron en una comisaría.

Igual que Puigdemont, detenido por las autoridades alemanas a petición del infatigable Llarena, su destino depende ahora de un juez extranjero. ¿Extraditar a Ponsatí o no extraditarla?

Lo lógico sería pensar que los británicos querrían expulsarla de sus tierras cuanto antes para que sean los españoles los que se encarguen de encerrarla en la cárcel por los 30 años que, según la justicia española, se merece. Lo curioso es cuántos extranjeros han caído en el engaño de la Ponsatanás y sus infernales compinches catalanes. Editoriales en periódicos supuestamente serios como The Times de Londres, The New York Times y Der Spiegel han delatado su ingenuidad en asuntos de política internacional al criticar lo que consideran una desproporcionada, vengativa, cruel o contraproducente cruzada de parte del Estado español, hoy en manos no de un gobierno electo, sino de un juez al que, según se ve desde fuera, se le han otorgado los poderes de un dictador. Una encuesta esta semana indica que la mayoría de los alemanes se opone a la extradición de Puigdemont; la misma encuesta en Escocia respecto a Ponsatí nos diría lo ­mismo.

Aquí, en Londres, encuentro reacciones similares en la calle, entre amigos y en las altas esferas de la política. El miércoles por la noche me encontré en un gentlemen’s club privado, fundado en el siglo XVIII, codeándome con la flor y nata del establishment inglés. El consenso sobre la cuestión catalana, resumido en las palabras de un lord que conoce España bien, era que el Gobierno español no sólo hacía “un gran ridículo” sino que se había vuelto “loco, loco”.

La diferencia con lo que uno oye en la calle, entre amigos y en las altas esferas políticas en Madrid no podría ser más dramática. Yo ya me he acostumbrado a que haya gente que compare a Ponsatí y compañía con los nazis –y no sólo tuiteros anónimos, sino políticos veteranos con nombre y apellido–. El otro día un amigo madrileño, una de la personas más inteligentes que he conocido en mi vida, me dijo exactamente eso, que los líderes independentistas eran unos nazis y de los de verdad, me aclaró, “los de los años treinta y cuarenta”.

Con lo cual, ¡por supuesto que no hay ninguna desproporción! Si Ponsatí, Puigdemont y los otros 23 in­surrectos catalanes procesados por el juez Llarena son nazis, lo que clama al cielo es la criminal estupidez de aquellos que ­dicen que habría que dejarlos en libertad hasta que los sometan a juicio, como a los cientos de funcionarios o políticos de los principales partidos españoles que caminan tranquilos por las calles tras ser acusados de robar dinero público.

Lo que clama al cielo también es la frívola irresponsabilidad del juez escocés que dejó en libertad bajo fianza a la profesora Ponsatí apenas horas después de su detención. Claro, el juez vio lo que vio: a una señora mayor con carita de abuela dulce y perpleja. No miró debajo de la inocente superficie como esperemos que haga el juez alemán con el führer Puigdemont. No hizo el esfuerzo de ponerse en la piel del Cid Llarena, voz y martillo del pueblo español, y entender el terror que inspira la satánica Clara Ponsatí, la violencia que, en su infinita maldad, es capaz de desatar.