Encoger la base social

Ampliar la base social del independentismo, más allá de la obvia bondad que tendría para su fortalecimiento democrático, también es un argumento utilizado de manera espuria para propósitos contrarios a los enunciados. Así, hay un soberanismo que la invoca para quitarse presión de encima, hay quien busca complicidades ideológicas fuera de la independencia y aún otros que quieren conseguir el aplazamiento indefinido de la aspiración a la autodeterminación.

Sin embargo, a mí me preocupa todo lo contrario: que no se encoja la amplia base social del independentismo. Una base social que es claramente mayoritaria, aunque electoralmente aún no se haya tenido ocasión de comprobarlo en un marco de juego limpio y explícito. Y si bien ha demostrado una gran resistencia a graves amenazas, a permanentes intoxicaciones informativas o a la brutal represión -en definitiva, a todo lo que le viene de fuera-, el punto débil lo tiene en lo que le llega dentro. Veámoslo.

En primer lugar, está la falta de unidad estratégica de las formaciones políticas independentistas. Porque no es que no tengan estrategia, ¡es que hay tres o cuatro! No hablo ni de unidad organizativa, ni ideológica, ni sentimental. Sólo sería necesario que llegaran a un pacto de conveniencia desde ahora hasta el día de la independencia. Y al día siguiente, que se vuelvan a apuñalar. La dificultad es muy comprensible dadas las duras condiciones represivas. Pero ahora mismo los adversarios se frotan las manos.

Tampoco las organizaciones independentistas de la sociedad civil acaban de encontrar su papel, rivalidades entre ellas al margen. La heterogeneidad de su composición, su principal fortaleza, no les debería permitir invadir según qué terrenos que ponen en riesgo su propia transversalidad. Aparecer junto a iniciativas partidistas debilita gravemente su credibilidad. Y pedir unidad estratégica a los demás cuando internamente tampoco la tienen, tiene un punto de impostura. Convertir Gobierno y Parlamento en adversarios, puede ser letal para unos y otros.

En tercer lugar, es cierto que el independentismo ha sido ingenuo, si bien de la candidez ha obtenido buena parte de su fuerza. Irónicamente, suelo decir que “¡los lirios serán siempre nuestros!” Pero la alternativa “realista” a la ‘revolución de las sonrisas’ no es imaginar que un escenario cruento le daría la victoria. Las expectativas de sangre, consideraciones éticas aparte, serían disuasorias. Tampoco sufriría bien escenarios revolucionarios de largo colapso social y económico. La mayoría independentista es nacionalmente radical, sí, pero socialmente moderada.

También restan fuerza los analistas que se sienten despreciados por el independentismo central. Unos desprecian a todos los políticos pasados y actuales -dicen que no les perdonarán la “cobardía”-, y llegan a acusar a los presos y exiliados de “victimismo”. Otros, quienes ya no son llamados a hacer de asesores áulicos, se abocan al mismo desprecio, pero por el contrario: recriminan a todos los políticos actuales y pasados que se hayan pasado de frenada. Unos y otros parece que viven bajo lo que podríamos llamar el “síndrome del malquerido”.

Y atención a la retórica demagógica del oportunismo pseudorrevolucionario, a menudo poco interesado en la independencia, tan bien expresado en gritos que alejan al soberanismo de su carácter democrático y lo acercan al populismo autoritario. Es eso de “las calles serán siempre nuestras” y no de un democrático “todo el mundo”, donde el “nuestros” toma un sentido excluyente. O “el pueblo manda, el gobierno obedece”, como si el pueblo sólo tuviera la voz de quien más grita. E incluso el “ni olvido, ni perdón”, que introduce un espíritu revanchista que no hace más que levantar muros.

Ante de la constante y profunda erosión de la reputación democrática del Reino de España, la independencia de Cataluña cada día depende más de los propios catalanes. Un poco más de astucia, pues.

ARA