El Valle de los Caídos como expresión de una herejía y memoria de la vergüenza

Llevamos unos meses con el controvertido tema de qué hacer con este monumento y los restos de Franco. Hay opiniones de todo tipo en el contexto de un reverdecimiento de grupos nostálgicos con sus “cara al sol y montañas nevadas”, sin dejar de lado la actitud altanera de alguno de los nietos del dictador.

Los que nos hemos sentido emplazados a hablar en alguna tertulia del tipo que sea, algunos, al menos, hemos emitido nuestra opinión. Yo, en un par de ocasiones, desde la perspectiva cristiana, me he decantado por la demolición, tras el vaciamiento de restos humanos y las obras de arte, de orfebrería y escultura. ¿Por qué?

A lo largo de la Historia, la Iglesia y las naciones, en sus mutuas relaciones, han tenido la tentación de la prevalencia: la nación, sabedora de la fuerza que suministra una religión domesticada ya desde Constantino, ha intentado siempre, y conseguido en innumerables ocasiones, tener en sus manos la estructura eclesial. Y esa comunidad espiritual, a veces, se ha puesto en manos de la nación de un modo gozoso, con gran detrimento de principios elementales de la convivencia y de los derechos humanos. A ese fenómeno en la Historia se le ha denominado Cesaropapismo.

En sentido contrario, la Iglesia, convencida de que su fin espiritual, la salvación eterna, prima infinitamente sobre el fin temporal de las naciones, se ha impuesto a ellas, quitando y poniendo príncipes y manejando el discurrir de la Historia. Hay que aclarar que esta finalidad la ha conseguido en escasos momentos. A este fenómeno se le ha llamado teocracia.

Pues bien, el episcopado español, bloqueado mentalmente por el desarrollo de los acontecimientos durante la República, a la que no entendía, deseó un golpe de Estado que terminase con aquella noche oscura ”bajo el imperio del Anticristo”. Al no triunfar el golpe como tal y advenir la Guerra Civil, tomó partido por el bando rebelde y adjudicó a la guerra, promovida a favor de Cristo, el nombre de Cruzada. El cardenal Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, observó con espanto los acontecimientos y se exilió para siempre. Con él, aunque algo tardíamente, el obispo de Vitoria al ver horrorizado cómo se mataba en la zona “nacional” en nombre de Cristo, escribió su importante documento Imperativos de mi conciencia, en el que denunciaba los desafueros de los franquistas. El resto del episcopado, en general ignorante de los grandes problemas económicos y sociales que, desde la Revolución Industrial, padecían grandes masas de obreros industriales y campesinos, se echó las manos a la cabeza al comprobar el odio acumulado. No entendían casi nada y todo lo achacaban a la “apostasía de las masas”. Debo constatar aquí la labor del obispo guipuzcoano de Las Palmas, Pildain, defensor contra viento y marea de la libertad sindical. Hay otras excepciones que se pueden contar con los dedos de la mano;y sobrarían dedos.

Desde esta perspectiva, no es difícil concluir que la Iglesia española, empujada por Pío XII, en un momento en que se reconstruían las democracias de Europa occidental, se pusiera con gran satisfacción en manos del caudillo y su régimen. El episcopado arrastró consigo a las clases acomodadas y medias. Una parte de esas clases financió espléndidamente a Franco. Eran y son las sempiternas clases nacionalistas estatales interesadas en las finanzas, que sacralizan las patrias del dinero. No ocurrió lo mismo con las clases medias nacionalistas del País Vasco y Catalunya, sin grandes intereses económicos en general, católicas y ajenas, obviamente, a las inquietudes hispanas. De hecho, estos nacionalistas fueron más o menos perseguidos en la posguerra. Los llamados nacionales, a medida que iban conquistando la zona republicana, no dejaban ningún enemigo en la retaguardia. Sí, sí, todos asesinaron, pero la diferencia era que unos lo hacían “en nombre de Dios y para salvar la civilización occidental”, y los otros por quitar el hambre y sobrevivir.

Se instauró un régimen dictatorial cruel y vengativo en el que se incrustó la cruz como emblema. La Iglesia, hechas las excepciones de rigor tales como la pastoral del futuro cardenal Enrique y Tarancón contra la especulación de los alimentos o la actitud rebelde del obispo de Calahorra publicando, en contra de la voluntad de Franco, la condena de Pío XI contra el nazismo, cayó en brazos de un régimen político, “vencedor del comunismo y baluarte de la fe”. Así lo creyeron o dijeron que lo creyeron los obispos y el Vaticano cuando, en 1953, firmó con España el Concordato, auténtico espaldarazo internacional a España junto a los tratados con Estados Unidos del año siguiente. La Iglesia asistió impasible a la limpieza del país y aceptó el arrasamiento de los derechos humanos. Esos obispos aceptaron ser utilizados como instrumentos eficaces de un régimen político cruel e inhumano. A esta situación, verdadero Cesaropapismo que duró varias décadas, se le llamó nacionalcatolicismo. Es decir, un contubernio sacrílego por parte de la Iglesia con un Estado profundamente cruel al que apoyaba política e ideológicamente en aras a conseguir patrocinio, mucho dinero, tranquilidad y la paz de los cementerios.

Tal contubernio fue una pura prostitución, en este caso espiritual, pues se vendió el espíritu del Evangelio, se cambió la credibilidad por la seguridad. Recuerdo muy bien aquellos días de la inauguración del Valle. ¡Qué exultantes aquellos obispos, qué loas al caudillo invicto! ¡Quién les iba a decir que en 1974 ese caudillo iba a estar a punto de ser excomulgado por sus sucesores! Ese monumento es, pues, el símbolo de esa prostitución. La gigantesca cruz no es la del Cristo que vino al mundo a enseñarnos a querernos y a perdonarnos. Es un remedo esperpéntico lleno de ponzoña, de pus y falsedad. Es solo el signo para unos vencedores nostálgicos, cuya aspiración es reverdecer aquellos tiempos de guerra. Yo, como cristiano, desde hace muchos años me siento avergonzado por ese falso monumento. Deseo que desaparezcan desde sus raíces una cruz y un monumento que nos recuerdan cruda y tristemente que los nuestros, en momentos cruciales de la historia, no supieron estar en su sitio, no supieron vivir al lado de todos los que más sufrieron.

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