El sectarismo de los puros

En la brega política es normal, y por supuesto legítimo, que los que piensan como ‘A’ critiquen los que son partidarios de ‘B’, y que los que no opinan ni como ‘A’ ni ‘B’ defiendan ‘C’, etc. Mal asunto si esto no fuera así, querría decir que la democracia es un artefacto innecesario. Es cierto que hay actitudes políticas más vehementes y agresivas que otras, como también resulta innegable que ciertas personas quizás deberían replantearse si su postura es la más adecuado para transitar por el mundo. Sea como sea, el debate, e incluso la confrontación, forma parte de las imperfectas reglas del juego al que hemos decidido jugar: el de la democracia representativa. Más allá de esto hay otros juegos, obviamente, pero tienen otro nombre. Cuando la confrontación de pareceres, por muy subida de tono que sea, se sustituye por la exclusión directa del adversario político, nos encontramos con algo muy feo llamado ‘sectarismo’. Se trata del ecosistema preferido por los puros. A diferencia del resto de mortales, los puros son los depositarios y albaceas de la verdad, sea la del marxismo leninismo, la del protestantismo metodista o la del soberanismo.

La situación política actual es un campo abonado para los puros. Ellos saben que sólo hay un camino, y el resto son herejías que hay que excluir. No se trata de sumar -¡ni hablar- sino de echar a los elementos contaminantes que profanan el ‘Único Camino’. Me gustaría subrayar que entre el hecho de defender una idea y el hecho de considerar que los que defienden otra son traidores, herejes, etc. hay una diferencia moral sustancial -y digo “moral”, no “política”- que es justamente la que define el sectarismo. Explico todo esto porque, últimamente, los custodios del ‘Único Camino’ se han envalentonado mucho a base de regurgitar tópicos en Twitter. No puede ser que las ‘legioni di imbecilli’ (‘legiones de imbéciles’) de las redes sociales, a las que se refería Umberto Eco poco antes de morir, hayan condicionado, entre otras cosas, la decisión más importante tomada por un presidente de la Generalitat desde los años treinta.

No hace mucho el inframundo de las gracias virales y los ‘memes’ decidió, por ejemplo, que el exconsejero Santi Vila era “un traidor”. Incluso decretó, el fin de semana pasado, que la presidenta del Parlamento, Carme Forcadell, había perdido puntos en el ranking de pureza nacional. Pues que bien. Algunos han llegado a resucitar a Duran para poder hacer comparaciones maliciosas, un viejo truco que siempre funciona entre la pobre gente de corazón sencillo. Eso de Duran nunca falla: es como aquel lobo de los títeres que excita tanto a los niños. “¡Que viene el lobo!” Dale, pues; y mientras lo haces, quizá te olvidarás que de que te están tomando el pelo con cuentos chino… En Cataluña la sobreactuación gestual ha tenido siempre efectos desastrosos.

Ahora, sin embargo, preferiría no hacer reproches y tratar de entender simplemente qué está pasando. Asumo que, en una situación límite como la que nos encontramos, existe la peligrosísima posibilidad de confundir el consenso político con la unanimidad marcial. Entiendo también que la sociedad civil pueda oscilar confusamente entre la necesaria movilización social y un nada recomendable gregarismo. Por el mismo precio, puedo hacerme cargo, incluso, de determinadas salidas de tono que en otro contexto calificaría de repulsivas. Dicho esto, quisiera reiterar que el sectarismo no lleva a ninguna parte. En un momento como el presente, excluir personas o ideas en nombre de no sé sabe bien qué pureza lleva de cabeza al fracaso. Todo ello no tiene nada que ver con el pseudoproblema de las listas únicas o separadas, amplificado artificialmente por un cierto periodismo rutinario (el tema permite parlotear sin decir nada).

Las próximas elecciones coloniales -las autonómicas sólo las puede convocar el presidente de la Generalitat- parten de un grave equívoco. Tanto si el independentismo obtiene los 135 diputados de la cámara como si no saca ningún escaño, no existe la más mínima posibilidad de culminar el proyecto de emancipación nacional. La Unión Europea es abiertamente hostil a la secesión, España prefiere debatirlo a porrazos, y los poderes fácticos -no sólo las empresas que han cambiado de sede social- no quieren saber nada. En estas circunstancias, el único sentido que tendría participar en los comicios sería mostrar un cierto volumen de votos y escaños para visualizar la magnitud del problema. Quien espere algo más, añadirá frustración a la frustración. Mientras tanto, los puros nos indicarán la dirección del ‘Único Camino’, y así podrán ir restando hasta quedarse solos. El último, que apague la luz.

ARA