El ritual francés

Pronto se cumplirán cincuenta años del Mayo francés. Las conmemoraciones son siempre una excusa para hablar del presente y un ejercicio de constante y periódica reescritura de los mitos. El 68 es uno de los mitos fundacionales de la posmodernidad y, como tal, acostumbramos a regresar a él con curiosidad, pereza y religiosidad. Las sombras de Mayo sirven para palparnos la fe –más o menos fuerte– en algunas ideas y actitudes. El ritual se ha ido repitiendo cada década, desde 1978, y siempre añadimos la sal y la pimienta que la actualidad nos proporciona, a la vez que aprovechamos para tumbarnos en el diván del psicoanalista de turno. ¿Qué relaciona aquel 1968 con nuestro 2018?

Víctor Mora escribió un libro-reportaje sobre aquellos días en París, que se publicó pocos meses después, pero la censura franquista secuestró y ­guillotinó –un verbo más apropiado que nunca– toda la edición. En el 2003, aquel testimonio de primera mano se volvió a editar bajo el título Maig del 68 a París. El padre del Capitán Trueno ofrece un retrato preciso de la sociedad dentro de la cual hizo explosión aquella revuelta: “El français moyen de 1968 tiene un automóvil (nuevo o de ocasión), televisor, frigorífico, a menudo una casita en las afueras, de propiedad o alquilada; trabaja más de 40 horas a la semana, disfruta de un poco más de 30 días de vacaciones al año (las pasa practicando deportes de invierno y en la playa) y considera un honor decir: ‘Je ne fais pas de politique!’. Se pretende, pues, apolítico, y hace gala de dedicarse exclusivamente a sus asuntos particulares, apareciéndole la política como un mundo reservado a otros, un mundo nebuloso donde todas las suciedades son posibles y donde, finalmente, no se arregla nunca nada. Él, en todo caso, tiene la sensación –más o menos precisa– que no puede influir. Y cuando vota –si vota–, lo hace –salvo excepciones– más bajo la presión de los medios, los amigos, los vecinos, etcétera, que por un espíritu de participación consciente”.

Mora –que también aprovechó aquella experiencia para escribir la novela París flashback– describe en pocas palabras el ambiente despolitizado de los padres de los universitarios que salieron a la calle. Una despolitización que provenía del progreso alcanzado gracias a la conjunción de democracia, sociedad de consumo, Estado de bienestar y acceso a la enseñanza superior de los hijos de la clase trabajadora. Todo funcionaba aparentemente bien, pero la República se había fosilizado. Para los jóvenes españoles, el problema era otro, claro: aquí gobernaba Franco y la despolitización respondía a una deliberada acción de la dictadura para extirpar todo tipo de conciencia crítica, sobre todo en la pujante clase media.

Los jóvenes vieron claro que había que sacudir la vida pública para liberar también las vidas privadas. Lo público y lo privado formaban un todo indisociable en los discursos de los líderes estudiantiles. La ciudadanía joven no quería ser sólo administrada, quería participar y redibujar el terreno de juego. La democracia era una carcasa vacía en manos de varones blancos y viejos que no comprendían que –cómo había empezado a cantar Dylan– los tiempos estaban cambiando. Las mujeres, los negros, los jóvenes eran nuevos actores sociales, los que habían obedecido en silencio tomaban la palabra. Eso acabó interesando también a otros que estaban inicialmente lejos, como los obreros jóvenes, que se dieron cuenta de que el viejo sindicalismo era un corsé inservible.

André Glucksmann fija la cuestión: “En 1968, predomina un sentimiento insólito: la historia depende de los ciudadanos. Washington y Moscú no decidirán ya la suerte de Europa. Es el principio del fin de la guerra fría en las mentes. La crisis anuncia el despertar de un continente apenas cicatrizado, capaz al fin de tomar las riendas de su destino”. Medio siglo después, la historia depende todavía más de los ciudadanos, ahora ya lo sabe todo el mundo, incluso los que tildan de “populista” cualquier movimiento que no responda a los intereses y equilibrios establecidos. Se trata de decidir todo lo que nos afecta y de saber qué historia queremos protagonizar. Antes, la historia nos pasaba por encima. Ahora tenemos la aspiración de cooperar en la escritura del gran guión, ¿verdad? Pero el destino del Viejo Continente es incierto y tiene sabor agridulce. La fosilización que afectaba a la Francia de 1968 amenaza seriamente a la UE del 2018. Las palabras y los gestos de la mayoría de dirigentes limitan al norte con el cinismo y al sur con el imperativo tecnocrático. Las políticas oficiales colapsan cuando el reto exige imaginación, coraje y musculatura; basta pensar en la crisis de los refugiados.

Ahora no podemos caer en los excesos retóricos de entonces. Estamos obligados a una contención estilística, hemos visto cómo se reciclan muchas utopías. Mayo de 68 fue “corriente de aire o borrasca, abrió todos los debates y no ha cerrado ninguno”. Glucksmann dixit. Aprovechemos el mejor legado de aquella revuelta: tomar la palabra, combatir la resignación. Evitar vivir como muertos por dentro.

LA VANGUARDIA