El riesgo de retroceder

Está claro que la afirmación de la existencia de una Cataluña dividida por culpa del independentismo tiene, como primer objetivo, provocar esta división. Se trata de una hipotética fractura que ya anticipaba José María Aznar cuando en octubre del 2012 afirmaba que Cataluña se dividiría si dejaba de ser española. Era un claro ejemplo de ‘wishful thinking’, es decir, de pronóstico -y de orientación en la toma de decisiones posteriores- de acuerdo con lo que se desea que pase.

Ahora bien, sería un grave error no reconocer que hay catalanes que viven la hipotética independencia como un desafío emocionalmente perturbador, bien sea por un sentimiento difuso de miedo e incertidumbre, bien sea por un sentimiento profundo y doloroso de pérdida. Hay un significativo bloque de entre un 35 y un 40 por ciento de catalanes, sostenido en el tiempo, que dicen se sienten tan catalanes como españoles. Y es entre estos compatriotas donde encuentran sus seguidores quienes quieren atizar irresponsablemente una fractura del país para mantener el ‘statu quo’ que preserva sus intereses de dominación.

Desde mi punto de vista, la desconsideración que el independentismo ha tenido y tiene con estos catalanes, es ahora uno de los principales obstáculos para su avance definitivo. Desde que hace una docena de años se empezó a hacer este largo camino que tarde o temprano nos conducirá a la emancipación política, he ido repitiendo que si el independentismo respondía a una pulsión antiespañolista, fracasaría. Que tanto el anticatalanismo de unos como el antiespañolismo de los demás, eran consecuencia de la desigualdad en la relación de las dos naciones, una sometida a la otra. Que, como decía Xavier Rubert de Ventós en ‘Cataluña-España. La película’ (2009) dirigida por Isona Passola, “para abrazarse hay que ser dos”. Y me temo que la polarización actual lleva a una parte del independentismo a caer en las provocaciones astutas de los adversarios y se radicaliza en un antiespañolismo que le puede hacer retroceder.

Con insistencia, he dicho y escrito que la dependencia genera relaciones obsesivas de amargura, resentimiento y sufrimiento. Y que justo la independencia era el camino para rehacer unas buenas relaciones con España. Incluso recurriendo a las lecciones de la psicoterapeuta zen Zelda Schemaille -¡y parafraseando a Buda!-, escribí que había que “desligarnos con amor de España pero no desconectarnos de ella”, un término, desconexión, que ha sido nefasto en la retórica secesionista. El objetivo debería ser estar definitivamente bien conectados. Y, por tanto, mi idea siempre ha sido que el independentismo, para ganar, tenía que tener buenas propuestas de futura vinculación con España en un plano de igual dignidad política.

No me parece difícil entender, también, que el cambio de hegemonía en el discurso político catalán, ahora claramente a favor de la independencia -mucho más amplia, incluso, que su expresión electoral-, haya provocado incertidumbre y temor entre todos los que vivían cómodamente instalados en el sometimiento al marco autonómico. Durante todos los años de autonomismo, quien vivía con incomodidad, quien debía morderse la lengua o emplear eufemismos edulcorados en público en la mayoría de entornos, eran los que aspiraban a la emancipación nacional de los catalanes. El autonomismo era un marco político con un precio muy elevado de subordinación, pero a la vez de una sumisión previsible y confortable, con pocos riesgos. ¡No es extraño que algunos lo añoren!

He escrito en otras ocasiones que la expresión “ampliar la base” del independentismo no me acaba de gustar por lo que tiene, según se entienda, de matón. Pero quisiera pensar que todavía estamos a tiempo de incorporar al proyecto de emancipación nacional a muchos compatriotas sin pedirles que renuncien a sus anteriores vínculos emocionales con la nación que quieran y, sin embargo, que se sientan llamados a construir entre todos un futuro inclusivo y próspero.

ARA