El porqué de la recaída autoritaria de España

Tres siglos de desencaje con España son un indicio palmario. Cuesta demasiado pensar en la plausibilidad de un vuelco histórico que acomode la relación. El giro lo tenía que hacer la democracia, el régimen postfranquista, y ya vemos cómo ha acabado. Mal. Siempre volvemos al desencuentro fatal. La Cataluña autonómica ha agotado su razón de ser histórica. Ha desembocado en un callejón sin salida. Ahora mismo, a pesar de la gesticulación, políticamente Cataluña no es. Somos el 155 del PP. Y punto.

Rajoy se ha convertido en el Erdogan ibérico. En España, los derechos políticos más elementales son vulnerados desde unos altos tribunales atizados por la Moncloa y su coro mediático. Todos ya dan por hecho que Jordi Sánchez no podrá ser investido ni podrá ejercer de presidente. ¿Pero como lo justificará el juez Llarena? Como preso preventivo -incluso si fuera un preso condenado-, tiene derecho, al igual que iría al hospital si su salud lo reclamara: el derecho a la salud y los derechos políticos son fundamentales, al menos en una democracia.

Pero no. La democracia española se ha situado en el contrareformismo peninsular de siempre, a la vanguardia del retroceso europeo, como un freno a la modernidad. La élite española no consigue sacudirse el conservadurismo ultramontano. En el siglo XVIII apenas olieron la Ilustración mientras apuntaban a una versión castiza del absolutismo francés: en lugar de construir un Estado moderno centralizado alimentaron una corte madrileña pomposa. En el siglo XIX tampoco lograron implantar un Estado liberal eficaz, siguió mandando la aristocracia latifundista en medio del desbarajuste dinástico carlista y de una industrialización catalana que les producía más estorbo que servicio. En el siglo XX, marcado por el trauma del fin del imperio colonial y dos dictaduras militares, la democracia sólo se asomó al final, sin terminar de deshacerse nunca del lastre de tanto autoritarismo. Por eso no es extraño que en el siglo XXI el autoritarismo democrático esté ganando la partida.

Resulta difícil que Cataluña se sienta llamada a integrarse en esta España que lleva siglos con el freno de mano puesto. Una Cataluña que en el siglo XVII ya se inspiraba en las incipientes potencias comerciales del norte, en el XVIII se vio derrotada y empezó de cero, en el XIX se apuntó a la modernidad industrial e intentó liderar el cambio federal en España, y e el XX inició la vía política propia -el catalanismo- topando una y otra vez contra el muro de un nacionalismo español a la defensiva, que en el fondo siempre ha entendido la pluralidad como un peligro. Cuando España mira a Cataluña ve reflejados sus fracasos seculares. Ahora el éxito económico del Mobile le recuerda la mediocridad censora de Arco.

Por ello, a pesar del convulso presente, a pesar del callejón sin salida, Cataluña será independiente. Porque es la opción más razonable para mantener el rumbo democrático y el progreso económico y social, para huir del autoritarismo y la parálisis. El problema, claro, es cómo. Ya lo hemos visto: esta España que se ha impuesto históricamente -ojalá hubiera triunfado otra España, la de Jovellanos a Lorca- es capaz de morir matando la disidencia.

El conflicto será duro y largo. Y no habría que caer en un planteamiento sólo en términos de dignidad, un concepto que a veces parece demasiado la réplica nostrada del honor ‘hidalgo’. En el choque frontal tenemos demasiado que perder. Si sólo se puede hacer política con principios, el final ya está escrito. Un poco de pragmatismo, como el que parece que se empieza a imponer, no irá mal. De hecho, contra lo que algunos piensan, invita al optimismo. Sobre todo si no olvidamos que donde hay que poner todo el esfuerzo es en el trabajo interno de sumar más masa crítica -más personas, más ideas, más razones- para hacer irreversible una gran mayoría social republicana.

ARA