El populismo… y después

A mediados de los años ochenta, en numerosos países, los deslizamientos de la democracia hacia la radicalidad, incluso el extremismo, casi siempre de derechas, renovaron por completo los paisajes políticos. El nacionalismo apareció como la gran ideología que acompañaba estas trayectorias, mezclado generalmente con racismo y xenofobia, y los temas que los estructuraban de manera más nítida fueron culturales y religiosos; se dice, también, sociales o identitarios. La inmigración, la religión, empezando por el islam, así como la inseguridad, relacionada enseguida con el terrorismo islamista, se convirtieron en las preocupaciones preferentes, a menudo aparentemente más dolorosas, que la renta o el empleo. Y para designar ciertas modalidades de estas transformaciones de la política se utilizó de modo cada vez más corriente el vocablo populismo, asociado por lo general a las imágenes negativas de la demagogia y de la amenaza a la democracia.

El término populismo, de hecho, no ha recibido nunca una definición precisa plenamente satisfactoria. Estudios eruditos y coloquios lo han intentado en vano y numerosos trabajos de ciencia o de filosofía política siguen deslomándose literalmente cuando se aplican a la tarea, proponiendo incluso, como en los casos de Chantal Mouffe o de Ernesto Laclau, conferirle un significado positivo y de izquierdas.

Es verdad que existen grandes diferencias entre una experiencia calificada de populista y otra distinta, la de los narodnicki o populistas rusos que se dirigían al pueblo, o la de los populismos que florecieron en América Latina a mediados del siglo XX, con Perón en Argentina o Vargas en Brasil, por ejemplo. Existen asimismo rasgos comunes, sobre todo el del llamamiento al pueblo contra las élites, el rechazo a tener que pasar por determinadas mediaciones entre este mismo pueblo y su líder, dotado necesariamente de un potente carisma y cuyo repudio de la democracia representativa en provecho de la democracia directa conviene señalar junto a la promesa hecha al pueblo en el sentido de que seguirá siendo él mismo a la par que se transforma. Esta última dimensión es la que debe atraer nuestra atención: el populismo es un discurso imaginario, mítico, que sintetiza elementos contradictorios hasta el momento en que las contradicciones son insostenibles, en particular cuando los protagonistas se enfrentan de forma concreta a lo real, se aproximan al poder o acceden de manera parcial, por ejemplo con alianzas electorales.

Es lo que se observa en varios países de Europa, donde fuerzas populistas, que integran importantes referencias a la idea de nación (se ha hablado a veces de “nacional-populismo”) ejercen una atracción creciente sobre la población. Esta seducción, en democracia, cuando se salda en éxitos electorales, desemboca paradójicamente en la desestructuración del discurso populista, simplemente porque este no permite de manera permanente actuar en política y aún menos ejercer el poder de Estado. A partir de ahí, quienes se han lanzado a la actividad política desde una versión populista o se han convertido en protagonistas visibles, no pueden seguir actuando de forma altamente contradictoria: el populismo estalla, sus elementos constitutivos se disocian. Y, en esta disociación, aparecen de forma muy variada dos lógicas provistas de su coherencia y su fuerza.

La primera es la del nacionalismo que se radicaliza e incluso se convierte en extremo: es lo que se observa en ciertos regímenes de Europa Central, en Hungría, en Polonia, en Austria, donde la fase nacional-populista ha dejado paso a poderes nacionalistas antieuropeos, racistas, xenófobos, con más o menos acento antisemita; es aún de forma más nítida lo que exhiben los partidos extremistas, que siembran la violencia en varios países, en Grecia con Aurora Dorada, en Italia con Casa Pound, en Alemania con la Alternativa para Alemania, etcétera.

La segunda lógica que puede surgir en la desestructuración del discurso del populismo es la del autoritarismo. La autoridad es esperada en tal caso por una parte de la población deseosa de un poder cada vez más autoritario, hasta el punto de convertirse eventualmente en un poder dictatorial. El populismo alumbra entonces la militarización del régimen, la represión masiva de los opositores, las purgas como en Turquía, donde cabría decir acerca de la trayectoria del presidente Erdogan que comenzó de una forma que le emparentaba con la democracia cristiana (en este caso, musulmana) para transformarse en populista y, a continuación, según un rumbo en el que ha centralizado casi todos los poderes en una forma autoritaria y represiva.

No hay que confundir, pues, el populismo con el nacionalismo, el extremismo y el autoritarismo que eventualmente brotan de él. El primero conduce eventualmente a los siguientes en su desestructuración, puede también disolverse en la democracia o no ser más que una ola como fue el caso en EE.UU. del Partido del Pueblo, en la transición entre los siglos XIX y XX. O bien descomponerse en el caso del auge de un proceso revolucionario como ocurrió en Rusia aproximadamente por las mismas fechas.

No hay ninguna fatalidad en la evolución al populismo y después, sobre todo, en su desaparición en beneficio de otras lógicas. La cuestión esencial es reconocer el carácter transitorio del fenómeno populista, que en sí mismo no es necesariamente un factor portador de lo peor, que puede prefigurar movimientos sociales o políticos en tanto que factores de progreso y de democracia, pero que puede asimismo y, sobre todo, liberar el extremismo, el nacionalismo radical o la violencia en su proceso de descomposición. Las ciencias políticas sólo obtendrían beneficios y logros en caso de no continuar buscando una definición imposible de encontrar del populismo, sino más bien analizando las condiciones que hacen vivible, incluso positiva, la desestructuración o que, al contrario, destruyen la democracia.

LA VANGUARDIA