El nazi y la judía

Los amores prohibidos hacen que los amantes se enfrenten a sus propias contradicciones. Martin Heidegger, uno de los filósofos más importantes de la historia, decía que quería Alemania y Hitler por encima de todo. Pero el gran amor de su vida fue Hannah Arendt, la gran filósofa judía.

 

 

Ella también se debatía internamente, sabía perfectamente que su maestro, que su gran amor era o, al menos lo había sido, un nazi, un ultraderechista espantoso, un enemigo mortal de su pueblo, un colaborador necesario de los grandes crímenes que se produjeron en Alemania desde la llegada al poder de Adolf Hitler en 1933. Hacía diecisiete años que no lo veía, que no se habían escrito, hacía demasiado tiempo que todo se había derrumbado, que el tiempo y los estragos de la guerra habían borrado para siempre el mundo que habían conocido y disfrutado muy juntos. Sí, la corriente del tiempo había destruido lo que habían sido. Pocos días antes de su viaje, Hannah Arendt había leído con repugnancia las cartas que Martin Heidegger había enviado recientemente a Karl Jaspers, amigo común de ambos. Era una insufrible mezcla de autenticidad y de tendencia a las mentiras, a la cobardía, indigna de un hombre como es debido. Se había indignado. No sabía si cuando fuera a Friburgo, Después de tanto tiempo caería en la tentación de ir a verlo, pero el 7 de enero de 1950, recién llegada a la ciudad, no pierde el tiempo y le hace saber en qué hotel está. Él la va a ver sin perder un instante. Entonces Arendt se da cuenta, y se lo explica con estas palabras en una carta que dos días después le hace llegar: “Cuando el camarero pronunció tu nombre… fue como si de pronto el tiempo se hubiera parado. Como si fuera un relámpago, fui consciente de lo que antes no me había confesado ni a mí misma, ni a ti, ni a nadie: que la fuerza de un impulso espontáneo… me protegió, indulgentemente, de cometer la única infidelidad realmente imperdonable y de malbaratar mi vida. Pero debes saber algo (ya que no hemos estado en contacto muy frecuentemente ni ha sido un contacto muy abierto): que si lo hubiera hecho, habría sido únicamente por orgullo, es decir, por pura y por loca estupidez. No por ningún motivo concreto. “O dicho de otro modo, que Hannah Arendt había estado a punto de elegir no volver a verlo nunca más, pero que si lo hubiera hecho no habría sido por el pasado nazi de Heidegger (el hiriente “motivo concreto” que menciona), sino por el miedo que tiene de volver a quedar cautivada, una vez más, fascinada por quien es y a quien reconoce como su maestro, el hombre que sigue amando.

 

Vivieron una gran pasión amorosa, eso es cierto. Con dieciocho años, cuando llegó a la Universidad de Marburg en 1924, atraída por el enorme prestigio que ya tenía Martin Heidegger, tan inteligente, tan bella como si fuera la heroína de un cuento, Hannah Arendt deslumbró a todos pero ella sólo tuvo ojos para su profesor. Un genio filosófico, es indudable, pero también un erudito de escritorio sin mucha experiencia vital más allá de las lecturas. Lecturas que le quemaban. También era un chulo, un machote que intimidaba por su enorme erudición, rodeado de una aureola de misterio y de contundencia pensadora. Sus alumnos lo veían como un águila fastuosa que aleteaba en el aire, como un capitán de barco en medio de una tormenta, pero en realidad era más bien un hombre carcomido por una rabia interior. Tenía diecisiete años más que ella, era padre de dos hijos y estaba casado con Elfride, una mujer ambiciosa y antisemita, convencida de las supercherías grandilocuentes de los nazis.

 

Heidegger era más complejo y profundo, más intenso y torturado. Por un lado, se sentía distanciado de valores burgueses y, por otro, estaba abocado, como un romántico intuitivo, a buscar la autenticidad, los principios esenciales, la naturaleza. Tenía un refugio de alta montaña, en Todtnauberg , y durante aquella época comenzó a llevar el famoso traje tirolés, con pantalones abrochados en la rodilla, tan tradicional y étnico, que a él le parecía tan elegante y genuino como a nosotros perfectamente ridículo. En todo aquel ambiente en busca de emociones fuertes y masculinas, de ideas revolucionarias de derechas y de exaltaciones patrióticas, había una inercia peligrosa que conducía inexorablemente a la invocación del diablo, a lo que Thomas Mann describió perfectamente en su novela ‘Doktor Faustus’. La fascinación por el mal que comenzó con las procesiones nocturnas de antorchas, las quemas de libros y, más adelante, durante la guerra, concluyó con la Shoá, las llamas de los hornos crematorios y las ruinas humeantes de la nación alemana. Heidegger fue definido como una especie de Aristóteles enloquecido, que vuelve la grandeza de su pensamiento contra su pensamiento, que afirma que el pensamiento no piensa, que sólo es existencia.

 

El enamoramiento comenzó en febrero de 1924. Heidegger se sintió inmediatamente atraído por su nueva estudiante durante los dos semestres anteriores y el año siguiente decidió invitarla a su despacho para hablar. Hannah llevaba ese día un impermeable y un sombrero que le tapaba mucho la cara. Apenas podía dejar la timidez que la tenía atrapada, la voz no le salía de la garganta y sólo conseguía emitir muy flojito las palabras “sí” y “no”. Era una mujer bellísima, judía, y enormemente inteligente, retraída pero a la vez segura de sí misma, era la chica que durante las clases no le quitaba los ojos de encima y que él miraba también con admiración y sorpresa. El 10 de febrero de 1925 Heidegger le escribe la primera carta, formal pero cariñosa, de un extraño lirismo. En el papel alaba sus cualidades intelectuales y espirituales y le recomienda que se mantenga fiel a sí misma. Cuatro días más tarde, en la siguiente carta ya no le llama “querida señorita Arendt” sino “querida Hannah”. Por fin, dos semanas más tarde le envía dos simples líneas que dejan entender que han llegado a una determinada intimidad. Se convierten en amantes furtivos y ella se somete a todas las exigencias de su profesor. El secreto debe ser absoluto. Su mujer no debe saber nada, es celosa e inquisitiva, y no ve con buenos ojos la bandada de jóvenes estudiantes femeninas que rodean a su hombre en la facultad. Tampoco se ha de enterar ningún miembro de la universidad ni ninguna persona de Marburg. Se integran la una al otro de manera completa, llevando una doble vida llena de emociones exaltadas. Se intercambian mensajes cifrados por los conductos más inverosímiles, preparan minuciosamente sus encuentros amorosos y se comunican a distancia por un ingenioso sistema de luces encendidas y apagadas, de ventanas y puertas que se abren o se cierran para advertir del peligro, de la ocasión, de la posibilidad, del cambio de planes. Naturalmente, Heidegger no tiene intención alguna de poner fin a su matrimonio, sólo disfruta de la relación tanto como puede sin hacerse más preguntas. Hannah se muestra comprensiva porque no puede hacer otra cosa y nunca se atreve pedirle nada a su campeón de la inteligencia filosófica. Sólo tiene dieciocho años y quiere vivir el amor iniciático con él. De hecho lo protege y se muestra en todo momento cómplice, obediente porque no quiere que “por culpa del amor que te tengo todo sea mucho más pesado para ti, mucho más pesado de lo necesario”. Se entrega completamente porque sabe que es la única manera de tener la experiencia que está teniendo como mujer adulta. Es un amor prohibido porque Heidegger está casado y porque ella es judía y él es uno de los pensadores de la Alemania ultraconservadora. Un amor prohibido pero que ambos sienten que es a la vez inevitable. Se ven durante las sesiones de discusión filosófica y durante algunos eventos especiales, como durante la recepción ofrecida al maestro de Heidegger, Edmund Husserl, en la universidad.

 

Podemos ver cómo el filósofo está completamente trastornado por el amor inapropiado que siente por Hannah en una carta del 27 de febrero de 1925. También podemos ver cómo no sabe lo que es realmente demoníaco, cómo aún no ha visto lo que conllevará el nazismo, cómo aún no ha aprendido lo que le conviene y lo que no:

 

“Querida Hannah,

 

El demoníaco me ha golpeado con fuerza. La oración calmante de tus queridas manos juntas y de tu frente resplandeciente son las almas tutelares, en la transfiguración que ha conseguido tu feminidad. Nunca me había pasado nada parecido”.

 

El semestre terminará pronto y Heidegger decide establecer distancias con su amada Hannah; quiere dejarla de ver, probablemente porque ya no soporta la tensión y la exaltación de una doble vida. Porque se da cuenta de que realmente está enamorado y se convence a sí mismo que no se lo puede permitir más tiempo. Le envía un librito como regalo y le ruega que antes de que se vaya le envíe cuatro líneas. ¿Sabe el filósofo que la madre de Hannah es una socialdemócrata y feminista combativa que admira la figura de Rosa Luxemburgo, que la chica ha sido educada en la igualdad? Cuanto más se analiza la relación entre los dos más nos damos cuenta de que todo son inconvenientes, que todo son peligros y fuerzas poderosas que trabajan para separar a los dos amantes. Heidegger se siente rejuvenecido y pleno de fuerza, encantado y concentrado al mismo tiempo, lúcido y confundido, y se da cuenta de la importancia del efecto benéfico del factor humano que es Hannah sobre su biografía. El estímulo no sólo ha sido venéreo, sino también profundamente intelectual, porque se da cuenta que sólo ella comprende el alcance de su pensamiento metafísico, la complejidad de sus preguntas filosóficas, sólo ella entiende la aventura intelectual que se trae entre manos. Los libros de pensamiento que Hannah Arendt escribirá, años después, confirman esta apreciación, aunque su maestro no los lea o sólo los hojee de paso. Una vez consumado el quebrantamiento, Heidegger se refugia en el trabajo, se sumerge en el mismo incansablemente y consigue terminar la primera versión de ‘Ser y tiempo’, el gran libro, el poderoso libro que lo consagrará para siempre en la historia de la filosofía. Sin ella no habría podido escribirlo, le confiesa, su papel ha sido fundamental, es su musa, efectivamente, pero no intenta retenerla. No la quiere a su lado. Se vuelven a encontrar algunas otras veces, esporádicas, en secreto, pero finalmente dejan de verse. Él quiere mantener la relación fuera de la ciudad donde vive y Hannah se da cuenta de que su tiempo junto al maestro se ha acabado definitivamente.

 

No volverán a verse hasta el 1950, en el hotel donde está Hannah Arendt, Que ha conseguido escapar de la persecución de los nazis y ahora es una ciudadana norteamericana, una prestigiosa profesora y filósofa, una de las grandes pensadoras del siglo pasado, reconocida. Después del primer reencuentro, ahora simplemente como buenos y entrañables amigos, como amantes con más pasado que presente, Arendt escribe a un confidente suyo que “en el fondo me siento feliz simplemente por la confirmación de que yo tenía razón en no olvidar”. Heidegger se ha revelado como un hombre débil detrás de su máscara de dureza y de arrogancia, como un estúpido que se dejó arrastrar por el nazismo con una ingenuidad imperdonable, que posee una sensibilidad que no está a la altura de la grandeza de su pensamiento teórico, de su trabajo intelectual. Y Hannah Arendt, que tiene muchas y poderosas razones, personales y políticas, por no volver a mirarle a la cara, para rechazarlo y odiarlo para siempre, se siente con la suficiente fortaleza humana como para no abandonar a su viejo maestro que ahora vive en una situación muy precaria en la Alemania de la posguerra. Admira su talento como cuando era una joven estudiante, quizás aún más porque se ha hecho mayor, es más madura y ha conocido otros hombres y ha estudiado otros filósofos, y la figura de Martin Heidegger sigue siendo fundamental para ella. Le ayuda a traducir y promocionar su obra en Estados Unidos, donde entre en contacto con editoriales internacionales que le puedan aportar recursos económicos. La primera noche del reencuentro la pasan juntos, solos. “Me parece que es la primera vez en nuestra vida que hemos hablado de verdad entre nosotros” explica por carta a un confidente. La alumna ya ha dejado de serlo y la joven tímida se ha convertido en una mujer adulta y experimentada que le mira directamente a los ojos, con sentimientos contrapuestos. Se siente lo bastante endurecida, castigada por la vida como para ser comprensiva y amistosa. No acepta reproches y, por esta razón, no los dirige tampoco a Martin Heidegger. Al fin y al cabo amó mucho a aquel hombre que ahora se encuentra desconcertado tanto por la derrota nazi como por la visita de su vieja amiga. Al fin y al cabo lo sigue queriendo, de otro modo, sin duda, pero con suficiente intensidad, libremente.

EL TEMPS