El lenguaje, una pasión que nos domina

Quizás sea cierto que la vida humana, como muestra Shakespeare, es un absurdo sin sentido y sin justicia (‘Rey Lear’) o “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada’ (‘Macbeth’). Sin embargo, está siempre inmersa en un océano de palabras presididas por una voluntad de futuro. Creemos controlar las palabras que decimos, pero de hecho son ellas las que nos controlan a nosotros.

En un viaje que hice hace unos años a Galicia con unos amigos nos sorprendió una pintada hecha con letras gigantes que provocó una animada discusión de primavera. Decía: “Combate la pobreza. Cómete a un pobre“. No resulta sorprendente que fuera en la pared de una facultad de ciencias económicas (Santiago de Compostela).

Después de unos comentarios iniciales sobre los derechos y deberes en esta sociedad de antropófagos, la conversación derivó hacia las palabras que empleamos para analizar problemas sociales. En la frase aparecen dos, ‘pobreza’ y ‘pobre’. Parecen similares, pero cuando piensas un poco ves que son bastante diferentes en términos analíticos. ‘Pobreza’ es un término muy abstracto y gramaticalmente singular. Subsume de golpe a todos los pobres en una sola categoría. No distingue entre pobres. Incentiva a pensar que si la pobreza es un fenómeno singular hay que buscar alguna causa explicativa también singular (el capitalismo, la naturaleza humana, etc.). Por el contrario, cuando se habla de un ‘pobre’ (lo que debes comer, según la pintada) estamos pensando en alguien concreto, con nombre y apellidos. Estamos pensando en el Juan Pérez o en Laura Pujol. Ahora no hace falta pensar en las mismas causas. Pobres diferentes, causas (presumiblemente) diferentes: las condiciones sociales de infancia, las características psicológicas, la mala suerte, una vagancia inherente, incluso una opción elegida de vida, etc.

Un grado elevado de abstracción facilita pensar la realidad en términos más bien monistas, mientras que la referencia a entidades empíricas incentiva hacerlo en términos más pluralistas. Dicho sea con toda la prudencia, el uso de términos más abstractos es más común de encontrar en países de tradición católica que de tradición protestante, y más en las concepciones políticas de la izquierda que en las de la derecha (recordemos que Margaret Thatcher decía que la pobreza no existe, lo que existe son los pobres).

En la discusión sobre las teorías de la justicia socioeconómica del último medio siglo este punto ha sido crucial. Las tradiciones clásicas de la izquierda (marxismos, socialismos reformistas, anarquismos, etc.) acostumbraban a hablar de la “justicia social” en términos muy abstractos. La tendencia era buscar una causa principal de la “injusticia” de la pobreza y de las desigualdades sociales (que son, de hecho, dos cosas diferentes). A partir de los años setenta el panorama analítico cambió profundamente. A partir, entre otros elementos, de la crisis económica sobrevenida, los enfoques del movimiento ‘New Right’ anglosajón, y de la influyente obra de John Rawls, ‘Una teoría de la justicia’ (1971), que combina los planteamientos normalmente no conectados de la economía clásica utilitarista con principios morales de raíz kantiana, se introdujo una perspectiva más individualizada en los análisis de la justicia socioeconómica. Había que considerar también las responsabilidades vinculadas al uso de la libertad individual. Así, se pasó de la perspectiva de la “justicia social” a la perspectiva de la “justicia distributiva” interindividual.

A pesar de que las críticas del ‘New Right’ americano y británico no resultan convincentes (críticas a los estados del bienestar por vulnerar la libertad individual, introducir ineficiencias, crear instituciones burocratizadas, aumentar mucho la presión fiscal, promocionar la existencia de ciudadanos “parásitos” que viven de subsidios y no aportan nada positivo a la colectividad, etc.), estas críticas pusieron de manifiesto tanto algunos problemas de las sociedades occidentales como los límites de concepciones tradicionales, incluida la socialdemocracia clásica. A partir de entonces la pregunta central de las teorías de la justicia socioeconómica girará en torno a qué desigualdades deben ser consideradas ilegítimas o injustas y cuáles no lo serán.

La dimensión individual de las desigualdades resulta un elemento moralmente relevante. Esto también ha abierto definitivamente la puerta a analizar otros tipos de desigualdades que no son reducibles a factores socioeconómicos (desigualdades nacionales, culturales, de género, de salud, etc.) y que forman parte de los análisis sobre derechos y libertades colectivas asociadas al nacionalismo liberal, al feminismo y a la diversidad multicultural. El contenido de preguntas clásicas cambia: “¿Igualdad de qué?”, ​​”¿Quién son los iguales?” (¿Los connacionales?, ¿los residentes?, ¿los ciudadanos?, ¿la humanidad?, ¿todos los animales?), “¿Quién decide y quién ha de decidir quiénes son los iguales?”, etc. La dimensión individual también ha cambiado la manera de entender los estados del bienestar, los incentivos económicos, así como las relaciones a menudo conflictivas entre la pobreza y las desigualdades,

El lenguaje nunca es neutro. En ningún ámbito. No lo es ni en términos analíticos ni en términos políticos y morales. Las palabras son una frontera interior que nos muestra y a la vez nos oculta la realidad. Especialmente en el ámbito de la filosofía y de las ciencias sociales, no se pueden hacer buenos análisis si no se tienen en cuenta los límites y ambivalencias de los conceptos empleados. Creemos dominar las palabras que emitimos, pero de manera similar a las pasiones, son ellas las que nos atrapan y dominan, a menudo sin que nos demos cuenta. Asociamos el lenguaje al ‘logos’ , pero actúa como un ‘pathos’ . Nos lo recuerda también Shakespeare: “Nuestros pensamientos son nuestros. Los propósitos de nuestros pensamientos siempre van por su cuenta” (‘Hamlet’ A3, E2).

ARA