El escandalismo, nueva ideología

Cuando Alexis de Tocqueville (1805-1859) llega a Estados Unidos en 1831 con el encargo del gobierno francés de redactar un informe sobre su sistema penitenciario, pasan inmediatamente dos cosas. La primera es que deja el encargo en un segundo plano y acaba convirtiéndose en un trabajo insignificante y sin mucha gracia que se publicará en 1832. La segunda y más importante es que comienza a tomar notas para un libro que, a mi entender, es uno de los más importantes e influyentes del siglo XIX: ‘La democracia en América’. Uno de los hechos que más llaman la atención de Tocqueville es que la prensa estadounidense, a diferencia de la francesa de la época, no es nada dócil. Desde la perspectiva liberal, la función del periodismo es la de hacer de contrapeso. Los poderosos tienen la fea costumbre de abusar de los más débiles, o de tomarles el pelo, y la prensa de las democracias liberales sirve para informar objetivamente, y equilibrar así la disparidad de fuerzas. Todo ello no es socialmente inocuo, por supuesto, y esto es lo que nos permite hablar de ‘cuarto poder’ en el sentido literal de la palabra. Sea cuarto, quinto o sexto, conviene no olvidar que estamos hablando de poder.

Hasta aquí, todo parece perfecto: un ecosistema que se ajusta como un guante a la naturaleza de la democracia representativa. Sin embargo, ¿se ajusta siempre? Tratemos de hilar un poco más fino. Hemos dicho que la función prioritaria e innegociable del periodismo profesional -al menos en un contexto de normalidad- es informar. Es obvio que el ejercicio honesto de esta función implica, en algunas ocasiones, hacer públicos determinados datos que encajan en la categoría de lo que llamamos ‘escándalo’. Teniendo en cuenta esto, ¿cuál es la disfunción que hoy suele producirse con más frecuencia? Seguramente, confundir las consecuencias colaterales -el escándalo- con el mismo objetivo primordial del periodismo -la información veraz-. Mal asunto. Aunque pueda parecer una cuestión de matices, esto lo cambia todo y, por supuesto, desnaturaliza gravemente la función del periodismo profesional (insisto en el adjetivo por no situar en un mismo nivel la incontinencia verbal de las redes sociales con una actividad que requiere una formación específica). En resumen: no es lo mismo buscar el escándalo en sí mismo que tropezar con él -o no- al hacer una investigación con fines informativos.

A la disfunción que comentamos llamaremos ‘escandalismo’. Hay disfunciones de todo tipo y están muy bien repartidas, pero es bastante raro que se acaben transformando en una especie de ideología (es decir, en unos ejes conceptuales que guían y configuran nuestra percepción de la realidad). El escandalismo es hoy un ideario al mismo nivel que la socialdemocracia o el liberalismo, en la medida en que condiciona nuestras afinidades o aversiones políticas. A la hora de votar, el escandalista no tiene en cuenta, por ejemplo, la línea divisoria entre personas inteligentes y preparadas y otros que son ineptos e incultos. No. Su división de la realidad política se basa en asumir unos hechos que, en realidad, desconoce. Alguien le ha indicado qué debe considerar, y qué no, escandaloso. El escandalista transforma así el periodista en alguien que ya no le informa con rigor profesional, sino que se autoerige en un árbitro moral que determina qué es el ‘bien’ y que es el ‘mal’, inapelablemente.

Todo ello tiene consecuencias, evidentemente, y no son por fuerza buenas. Kennedy o Churchill, Mitterrand o Helmut Kohl, así como la inmensa mayoría de políticos relevantes del siglo XX, no habrían sido hoy homologados desde una perspectiva escandalista. A medio camino entre la moralina y la pereza intelectual, la escandalismo fomenta un tipo de personaje plano que siempre dice cosas previsibles y que, en general, no actúa por miedo a hacerse daño. Atemorizado por un comentario negativo en los periódicos, con miedo por lo que digan o dejen de decir en Twitter, el candidato de ideología escandalista sólo habla en lenguaje político, sin decir nada sustancial, y lo único que se lee son los resúmenes de prensa que le preparan. Por miedo al escándalo, se le elige siempre como un mal menor. Si es un perfecto inútil pero ‘está limpio’, ya vale. Sabe que le observarán con microscopios y telescopios, y que pueden llegar a hacer público, por ejemplo, que un día no se acabó los macarrones del comedor escolar cuando hacía P5, “y dilapidó así el dinero destinado a la enseñanza pública”. Y no sólo eso: una vez, durante unas colonias de verano, escucharon que hacía un comentario sexista sobre una monitora. Para el votante de ideología escandalista, ya no vale.

ARA