El día siguiente sirio

DERROTAS.

La guerra contra Bashar el Asad ha fracasado. La revolución de 2011 dejó de existir hace mucho tiempo porque nunca fue un conflicto binario. Entre todos -los que intervenían desde el exterior y los que luchaban al servicio de causas diferentes en el interior- la masacraron. Nunca ha habido una alternativa única y real a Al Asad.

Tras la efímera revuelta inicial y siete años de guerra civil, la agonía siria se prepara ahora para el capítulo final. Un final en diferido, con intervención exterior -de Rusia y Turquía-, con un escenario, Idlib, que es como un microcosmos de lo que ha sido esta guerra, y con la retórica de la seguridad humanitaria de nuevo en juego, a pesar de que el derecho internacional humanitario ha quedado tan arrasado en este conflicto como el territorio que ha ido cambiando de manos a sangre y fuego.

El régimen de Damasco está a punto de declararse vencedor. El gobierno ya controla más de la mitad del país, incluyendo las zonas más pobladas, las principales ciudades, la costa, la frontera con el Líbano y la mayor parte de la frontera con Jordania, así como el desierto central de Siria y los principales campos de gas. Al Asad será el gran superviviente de una guerra que se empezó a decidir en 2015 con la implicación militar rusa. Moscú y Teherán la han financiada. Turquía se ha ocupado del frente kurdo. Los Estados Unidos y Europa han optado por ser irrelevantes. Las Naciones Unidas hace meses que se declararon “impotentes”. Entre todos han terminado legitimando Al Asad y, con él, sus crímenes de guerra.

 

CONTRADICCIONES.

En la gran hipocresía del escenario sirio, incluso el esfuerzo humanitario se ha convertido en oxígeno para Bashar el Asad. “Las agencias de la ONU, como la Organización Mundial de la Salud, han permitido que el régimen de Asad tomara el control de la respuesta humanitaria internacional” y esto significa la gestión de los “30.000 millones de dólares de donantes que se han utilizado para esquivar las sanciones internacionales y subvencionar el coste de la guerra que lleva a cabo el gobierno”. Lo denuncia en un artículo en la revista ‘Foreign Affairs’ la doctora Annie Sparrow, que ha trabajado en zonas de conflicto. También en Siria. Buena parte de estos miles de millones en fondos desviados provienen de los mismos gobiernos occidentales que habían impuesto las sanciones políticas. Los mismos que escenificaban operaciones militares aéreas y se movilizaban contra la llegada de refugiados. Contradicción tras contradicción.

Con una mano el régimen sirio ha secuestrado el esfuerzo humanitario más caro de la historia, centralizado y repartido desde Damasco, y con la otra utilizaba la salud, sobre todo de los menores, como arma de guerra. Mientras Al Asad imponía su control a agencias y organizaciones internacionales -obligadas a colaborar con el régimen-, el ejército sirio destruía hospitales, asesinaba médicos y forzaba la huida desesperada de millones de personas. Una forma de tortura a través de la falta de asistencia médica o de los asedios sobre una población amenazada de morir de hambre.

En Siria, hay un cansancio palpable de la guerra. El régimen bombardea con misiles y panfletos que llaman a la rendición. En las zonas bajo control de Al Asad se aplican unos supuestos procesos de “reconciliación” con resultado de represión y venganza. Idlib será la última gran batalla, pero no el final de la guerra. Aunque la ONU vuelva al juego diplomático de los encuentros internacionales para la reconstrucción posconflicto, la de Siria es una muerte lenta. La ficción del día después está aún tan lejana como la voluntad política de una comunidad internacional que dio la espalda a los sirios hace demasiado tiempo. Serán necesarias muchas generaciones para volver a ver Siria en paz.

ARA