El devaluado sueño de Europa


Según un sondeo efectuado hace poco entre la comunidad marroquí emigrada a Europa, más del 60% de los preguntados prefirió responder en el idioma del país donde vive, aunque podían utilizar el árabe dialectal o el bereber. Eso quiere decir que esta población tiene tendencia a integrarse poco a poco en el tejido social europeo. Sus hijos a menudo ya sólo hablan la lengua del país donde han nacido. Los padres se ven obligados a aprender esa lengua para comunicarse con ellos. Según ese mismo sondeo, el 50% están naturalizados, pero el 88% siguen siendo endogámicos.

El sueño de Europa tiene el color y la música de una integración en la que el hombre que no dispone más que de su fuerza de trabajo se ve recompensado por sus hijos que ya no tienen que soñar con Europa porque han nacido europeos. Es evidente que esta generación tiene otros problemas y otras inquietudes.

El 72% de los interrogados cree que son víctimas de la discriminación en materia de vivienda y de contratación. Las asociaciones antirracistas denuncian este estado de cosas y permanecen vigilantes.

¿Y qué hay de los que siguen en sus países y miran las costas españolas como la promesa de una liberación, un reto alcanzado, una oportunidad de encontrar un lugar en el sol justo en el país donde a menudo hace frío, donde nieva y donde las costumbres de vida son auténticamente extranjeras?

Una juventud que se aburre, que no encuentra trabajo o que sabe que no le van a proponer nada que le permita alegrar el ánimo, una juventud que vagabundea por las calles y las terrazas de los cafés, que pasa el tiempo esperando, la espalda contra la pared, la cabeza en las nubes y el trasero sobre una piedra dura, esa juventud es un gran fracaso para una sociedad. Porque este capital humano se estropea y se destruye. La atracción de lo extranjero es cada vez mayor. Antes, los emigrantes eran campesinos analfabetos. Hoy son licenciados en paro, jóvenes que han estudiado y que no han encontrado salida. La idea de partir a cualquier precio es una obsesión en los jóvenes decepcionados, desesperados y que se sienten cada vez más frustrados y marginados. Una película reciente, Casanegra (título alusivo a la capital económica marroquí, Casablanca), de Nurredin Lajmari, que emigró a Noruega en 1993, presenta a dos jóvenes pobres, uno de los cuales tiene el sueño de viajar a Suecia y debe conseguir la suma de 6.000 euros para pagarse un posible billete. El filme es de una gran violencia, denunciando una situación inaguantable, y lanza una luz cruda sobre una juventud sacrificada y sin esperanza. Esta película ha tenido un gran éxito en Marruecos. Su violencia ha impactado a los espectadores, pero el cineasta ha respondido que “estas críticas tienen su origen en la hipocresía y la esquizofrenia de nuestra sociedad”.

Cuando mi novela Partir se publicó en francés y en árabe en Marruecos, algunos lectores me hicieron el mismo reproche. Les dije: “Mirad a vuestro alrededor y si lo que yo cuento os parece violento o exagerado es que estáis ciegos”.

Antes el sueño era azul. Era un sueño fácil. Los emigrantes volvían y hablaban de su vida al otro lado. Presentaban un cuadro idílico. Venían a pasar las vacaciones de verano a su país, traían regalos y a menudo circulaban con coches que eran la envidia de todos.

Hoy el sueño es un grito, un salvavidas, una esperanza y una oportunidad que el destino puede convertir en drama, en pesadilla, en cualquier momento. Europa ya no es una desconocida para estos jóvenes. Ya no la sueñan, sino que la conocen a través de las televisiones, internet y cualquier otro medio de comunicación. Ya no hay ancianos que hablen de ella mitificándola, ya no hay cuentos donde todo es maravilloso. Leen los periódicos, conocen los problemas del paro, del cierre de fábricas, de transformaciones de la sociedad; están al corriente de los estragos del racismo en algunas regiones, especialmente Córcega. También saben cuáles son las necesidades de estos países. Cuáles son los trabajos que los franceses, alemanes o suecos no quieren hacer.

Y sin embargo quieren ir, legal o ilegalmente. Cada vez ven a más subsaharianos llegar a pie hasta Tánger o Ceuta para atravesar el estrecho en dudosas barcas. Saben todo eso, conocen los riesgos que corren. Pero el país, pese a sus notables progresos, no puede retenerlos.

Los países europeos que sufren la inmigración clandestina, como Italia y España, deberían invertir primero en los países del sur para que los empleos se crearan allí y evitar así la necesidad de partir a cualquier precio. La represión, los medios disuasorios, las imágenes de cuerpos flotando en el mar, todo eso no les desanima. ¿Es Europa siempre el paraíso codiciado?

Uno de los efectos positivos de la crisis económica es que ha puesto las cosas en su lugar. Los candidatos al exilio ilegal se dan cuenta de que esos países con los que sueñan tienen dificultades, despiden a miles de trabajadores e intentan devolver a su país a los inmigrantes sin trabajo, como España, que ofrece primas por volver. Aunque pocos han respondido a este ofrecimiento.

Si los países del Zagreb se hubieran constituido en entidad económica como los países europeos hicieron en los años cincuenta, si Marruecos y Argelia se hubieran reconciliado, si Libia no hubiera estado dirigida por un hombre como Gaddafi, si Mauritania tuviera un régimen estable, si Túnez respetara los derechos humanos, entonces se podría apostar que ni un solo magrebí arriesgaría su vida en el estrecho de Gibraltar. Con las riquezas inmensas de los dos países petrolíferos y gasísticos – Argelia y Libia-,el Zagreb sería hoy un bloque unido y sólido frente a una Europa que no quiere ni puede recibir tantos inmigrantes. Pero las ambiciones personales y las rivalidades egoístas hacen que este pobre Zagreb se vea abocado a desgarros y a crisis cuya principal víctima es el pueblo.

La inmigración magrebí es una consecuencia histórica de la colonización. Francia lo sabe: hasta que la trágica página de la guerra franco-argelina (1954-1962) no se haya pasado definitivamente, la inmigración seguirá, y a menudo en condiciones dramáticas. No se entiende cómo un país tan próspero, tan rico, tiene tantos emigrantes en el extranjero y tantos exiliados. La enfermedad argelina es profunda. La juventud se aburre. El terrorismo no ha sido sofocado y numerosos jóvenes sueñan con tener un visado para salir del país.

El sueño de Europa es complejo. No es un simple deseo de huir de una realidad amarga. Es una especie de enfermedad esquizofrénica que oscila entre la fascinación y la exasperación. Así, los últimos debates en Francia sobre el uso de la burka (una tela negra que cubre a la mujer de arriba abajo) sufren, de hecho, la enfermedad de una sociedad desarraigada que se agarra a rituales que no tienen nada que ver con el islam pero por los cuales luchan.

Los inmigrantes han aprendido que la vida en Europa garantiza los derechos de la mujer. Tienen miedo de que sus hijas o su esposa se liberen y rompan el corsé social de una tradición en la que la mujer no tiene nada que decir. Este miedo les lleva a ocultar a la mujer y para justificar este gesto bárbaro y odioso hacen creer que el islam así lo quiere. La ocultación del cuerpo de una mujer bajo una burka es una tradición procedente de Afganistán y Pakistán, pero no musulmana. Sin embargo, la ignorancia y la mala fe de algunos inmigrantes hace que se comporten como fanáticos perdidos.

En este sentido, el sueño de Europa se vuelve problemático. ¿Cómo vivir en Europa estando en contra de su manera de vivir? Para algunos, el problema es insoluble. Los ancianos, los viejos de la primera generación, vuelven solos a su país de origen; los hijos, europeos, han hecho su vida en su país natal. Finalmente, se encuentran tan solos como un jubilado europeo. Hay ahí una herida profunda que puede leerse en los rostros de estos hombres cansados que mueren en soledad sea en Europa, sea en su país, donde la gente les da la espalda porque ya no son rentables.

TAHAR BEN JELLOUN, escritor, miembro de la Academia Goncourt.

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua