El control del tiempo

Entiendo perfectamente las razones de quienes están comprometidos con la defensa de la dignidad política del Parlamento y el Gobierno usurpados autoritariamente por el 155. Es decir, de los que creen que no se puede hacer Gobierno aceptando dócilmente las restricciones venidas de una soberanía que no es la que el 21-D legitimó democráticamente. Pero también se pueden entender bien las razones de quienes, reconociendo una impotencia de hecho, consideran que hay que recuperar algún tipo de poder efectivo. Un poder que, aunque muy limitado, al menos permita detener los destrozos del 155 y, en la medida de lo posible, restituir una cierta capacidad de gobernar.

Desde mi punto de vista, ambos argumentarios, el de la legitimidad y el de la efectividad, son comprensibles y respetables. Ambos, también, tienen grandes riesgos que no se pueden minimizar. Y no me parece que desmerezca su defensa el hecho de que en ambos lados se puedan descubrir intereses personales o corporativos a la hora de tener más prisa o de no tener tanta. De modo que, en las actuales circunstancias, es absurdo que unos y otros sientan la necesidad de desacreditarse mutuamente para mantener la propia posición.

Ahora bien, lo que es del todo incomprensible es que la contraposición de argumentos no sea dialéctica. Es decir, que la tensión no genere un acuerdo capaz de satisfacer a unos y otros en beneficio no de una unidad ingenua, sumando sentimientos de derrota, sino de una colaboración que integre la fuerza de una y otra posición. No puedo dar lecciones de política a nadie, pero creo que los pactos en el campo de la política -y en todos los demás- son beneficiosos cuando consiguen que, a partir de la comprensión honesta de la otra parte, se llegue a una síntesis que mejore una y otra propuesta. Y, por la razón que sea, lamentablemente, no parece que estemos en este escenario.

La suerte es que mientras que en el plano institucional cada uno se mantiene encapsulado en sus (buenas) razones, todo el independentismo -del más resistente al más desinflado, del más confiado al más desolado- sigue comprometido y movilizado. Es una buena noticia para el soberanismo que desmiente a sus sepultureros. Ahora bien, también es cierto que la situación de ‘impasse’ sigue dando aire a los adversarios, que se aprovechan de estos titubeos.

Por ejemplo, y en primer lugar, el debate sobre el tipo de respuesta institucional que hay que dar ha ido ahogando el argumentario económico, social y democrático en que se fundamenta la gran esperanza de una sociedad mejor. Y hay que recuperarlo urgentemente. En segundo lugar, la falta de acuerdos facilita que se impongan falsas visiones sobre la sociedad catalana. Sólo por poner un ejemplo, es sintomático -e irritante- que se insista más en la gravedad de una hipotética fractura interna que en la evidencia de la fractura irremediable con un Estado que ha renunciado a tratarnos como ciudadanos y que no ve ninguna otra vía que la de la liquidación autoritaria del independentismo. O, en tercer lugar, es un desastre que uno se escude en las miedosas recomendaciones de los letrados del Parlamento o que estemos más pendientes de las estrategias de defensa de presos y exiliados que de las estrategias políticas que deberían orientar las ganas de actuar de una sociedad impaciente por detener la represión y deseosa de saber cuándo llegará su emancipación.

Dicen que la política exige, por encima de todo, el control del tiempo, incluso antes que el de los relatos. Probablemente porque el tiempo de la acción política es el que fundamenta su relato. Y, ahora mismo, el independentismo tiene la agenda abierta, pero necesita llenarla.

ARA