El colapso

La España de la segunda restauración borbónica instaurada con la Constitución de 1978 se encuentra al borde del colapso. La única posibilidad de supervivencia que le resta pasa por un profundo proceso de regeneración democrática. Pero un giro copernicano de este tipo parece inviable en el marco de una estructura constitucional pensada justamente desde la baja calidad democrática e interpretada con un afán más proclive a perpetuar determinadas élites políticas, económicas y funcionariales que a perseguir un ideal de libertad y de igualdad. Que el jefe de estado sea inmune a la exigencia de responsabilidades y que se bloquee la capacidad de una comunidad nacional para organizar un referéndum que le permita decidir sobre su futuro son dos buenas muestras que revelan la esclerosis del sistema. La solución que se imponga a la cascada de corrupción que afecta a los principales actores políticos del Estado también será sintomática de la naturaleza del régimen. Una respuesta con toda probabilidad muy poco satisfactoria si debe proceder del poder que ha representado en las últimas décadas el colmo de la incompetencia, la arbitrariedad, el clasismo y el autoritarismo: el poder judicial.

Con pocas credenciales democráticas (y de transparencia, y de honestidad, y de vocación de servicio público, y de límites contra los abusos), la respuesta más previsible del aparato de gobierno español es la de la voladura descontrolada, una variante por otra parte frecuentemente practicada durante la historia de los siglos XIX y XX, la de la revolución, el pronunciamiento, la bullanga y, en cualquier caso, la del cambio a trompicones. En la medida en que el sistema del 78 ha operado principalmente con el objetivo de quitar oxígeno a los marginados del pacto de la transición, sea en su dimensión social o nacional, parece muy difícil que las alternativas procedan de la base o de una confluencia contestataria que, como se vio el 15-M, no se acaba concretando en nada. Más bien hay razones para temer que el beneficiario de la convulsión podría ser un representante del orden aún más retrógrado dispuesto a ejecutar de forma contundente el gesto de firmeza que los poderes fácticos reclaman para mantener su hegemonía.

Porque es muy difícil que las inercias cambien y que un Estado que se ha construido durante siglos sobre la base de la rapiña, la explotación y la violencia de pronto se cobije en valores como la tenacidad, el compromiso o el pluralismo para subsistir y mantener la cohesión. La conmoción que ahora atraviesa la sociedad española y sus clases dirigentes pasa por darse cuenta de que el crecimiento económico y la estabilidad insinuados hasta 2008 respondían a un espejismo tras el que se seguían conjurando las mismas prácticas perversas del pasado, que la supuesta prosperidad no tenía ningún otro apoyo más allá de la especulación, del clientelismo, de los negocios sobre los mercados cautivos y del soborno sobre gran parte del estamento político. La conexión fatídica acabará de hilvanar cuando se evidencien, aún con más crudeza, los vínculos entre corrupción política y estrangulamiento financiero; cuando empiece a emerger la verdadera causa de la evaporación de recursos que ha forzado al rescate bancario europeo y, con él, la justificación para toda la retahíla de medidas draconianas dedicadas a desahuciar a las clases populares.

Que estos días, con el caso de los sobresueldos a los dirigentes del PP, el balón se haya hecho muy grande en Madrid no significa que tengamos que dejar al margen la putrefacción que también está emergiendo en Cataluña. De hecho, la herencia diferida del franquismo es la asimilación en España que Cataluña ha experimentado en términos de cultura política, de desprecio por la legalidad y de picaresca en las relaciones entre la administración pública y el gran empresariado. No es extraño este mimetismo si tenemos en cuenta que buena parte de los poderes económicos catalanes con mayor incidencia en la actualidad nacieron, crecieron o se consolidaron bajo la protección de la España franquista y se imbuyeron de su siniestra dinámica.

Es tal vez este paralelismo entre la lacra española y los agujeros negros que carcomen las administraciones catalanas lo que explica la deferencia con que los dirigentes de las fuerzas que han controlado la autonomía durante décadas, CiU y el PSC, tratan los escándalos que han destapado al PP. Duran, dirigente de un partido con miembros condenados por corrupción (y, por cierto, algunos indultados por el gobierno Rajoy) ha renunciado a exigir dimisiones y ha llegado a expresar su confianza en la honestidad del presidente del gobierno español. También sorprende el silencio y la cautela de Mas, que hace apenas unos meses había sido furibundamente fustigado por las huestes del PP y de su corifeo mediático al calor de las acusaciones sobre la supuesta posesión de cuentas en paraísos fiscales. El desprestigio, tal vez definitivo, de las instituciones españolas, ¿no sería la coyuntura ideal para rematar el proceso hacia la independencia? ¿O es que las servidumbres y las ramificaciones derivadas de la corrupción española en Cataluña, empezando por los vínculos entre las grandes empresas catalanas y el gobierno estatal, son precisamente el principal obstáculo al proceso de emancipación nacional?

En cualquier caso, la ambición de avanzar hacia la fundación de un nuevo Estado no triunfará ni respecto a la secesión ni en la hipótesis de que terminara logrando la plena soberanía si no se ofrece un modelo radicalmente diferente de lo que ha significado la España de los últimos siglos, este ejemplo de gobernabilidad fallida, o al menos siempre tocada, desde el advenimiento de la modernidad. Y, lamentablemente, como ya hace mucho tiempo que en estos artículos sostenemos, aquellos que se han formado, han madurado y han alcanzado el poder en la Cataluña autonómica llena de oscuras dependencias, son los menos idóneos para hacer la limpieza.

 

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