El 1-O: rememorizar España

Lo malo de dedicarse a escribir es que uno no puede callarse sin que el silencio mismo construya una frase que requiere interpretación. No he dicho nada sobre Catalunya y eso debe querer decir algo. Quiere decir algo: que no se puede ser ya ni más tonto ni más inteligente que los peores y los mejores análisis, que es difícil saber lo que uno piensa, que ninguna palabra que digamos acercará una solución y que la situación misma privilegia la eficiencia de las consignas y los juramentos. Daré, pues, un rodeo fatigoso y acabaré con una propuesta inútil.

Llevo años diciendo que la ventaja comparativa de España es su derrota total: la falta de memoria. ¿Cómo puede explicarse que el país más xenófobo, el más homófobo, el más católico y el más machista, recién salido de una dictadura tras una historia “imperial”, sea hoy la vanguardia antropológica de los derechos civiles en Europa? Suelo citar siempre el pasaje en que el historiador tunecino Ibn Jaldun (1332-1406) resolvía en su Introducción a la Historia universal el enigma de la parsimonia de Dios, que había retenido cuarenta años a los judíos vagando por el desierto antes de dejarlos entrar en la Tierra Prometida: es que –dice el historiador– era necesario esperar la muerte de la generación más vieja, la que había vivido la traumática experiencia de Egipto, para que entrara en Palestina un pueblo joven y nuevo, liberado de “la memoria de la esclavitud”. En España, Franco necesitó cuarenta años para “liberar” a los españoles de la memoria de la libertad; y la Transición otros cuarenta de “hedonismo de masas” y consumo capitalista sin raíces para que olvidáramos también este olvido. El resultado fue inesperado y se llamó 15-M, un amnésico movimiento por la democracia que se desentendía de la justicia histórica. Para los militantes más veteranos era muy doloroso asistir a una protesta que lo descubría todo por sí misma, sin referentes políticos ni maestros (recordemos la acusación de “adanismo”), y que, aparte la desinfección de símbolos y banderas, ignoraba los pecados originales de la Transición (monarquía, consenso de élites, gestión franquista, represión de la memoria histórica) para coger, y criticar, el presente al vuelo. Lo que tuvo de realmente potente el 15-M fue precisamente su defecto estructural: no le importaba nada cómo se había construido el régimen del 78: lo que le importaba es que no era suficientemente democrático. “Lo llaman democracia y no lo es”, gritaba. Digamos que la saludable vacuna quincemayista es inseparable de esta trágica amnesia inducida. Mientras Europa volvía a los años treinta del siglo pasado muy deprisa, oscuramente memoriosa, los españoles no tenían ya historia a la que volver, y ello para lo malo y para lo bueno. El proyecto podemita de nueva hegemonía y de “construcción de un pueblo” sólo fue posible gracias a este previo despojamiento, tan injusto como inesperadamente fecundo.

Fue esta “falta de memoria” la que convirtió a España, por primera vez en quinientos años, en una “diferencia” positiva respecto de Europa y casi en un referente mundial: un país comparativamente más tolerante, más pacífico, sexualmente más integrador, menos racista. En pleno desmoronamiento del régimen del 78, fue también este “cero histórico” el que permitió reactivar significantes que la derecha, aupada en su éxtasis neoliberal, había dejado sueltos (como “patria”) y al mismo tiempo plantear sin terremotos la cuestión tabú siempre pendiente, la que nos ha abocado a todos los atolladeros históricos y ha limitado una y otra vez la democracia: la “cuestión nacional”, que no es la “cuestión catalana” ni la “cuestión vasca” sino la “cuestión española”. España, un país sin hacer, cuya hechura se vio siempre interrumpida o incompleta, que nunca se intentó construir bien, se encontraba ante una oportunidad sin precedentes: la de una población desmemoriada que, secundada por unos políticos realmente democráticos y unos medios de comunicación sensatos e independientes, habría podido resolver “la cuestión española” sin apenas asperezas y con un vasto consenso popular. La “cuestión española” es ésa, la de la democracia plena, que muchas generaciones de dirigentes políticos, de derechas y de izquierdas, han vivido como una amenaza para “España” y no como una posibilidad de refundación. En la disyuntiva histórica entre “España” o Democracia, hoy Rajoy quiere hacernos creer que es la Democracia, y no “España”, la que requisa urnas, registra periódicos y prohíbe debates.

Porque el problema es ése. La población española perdió “la memoria de la libertad” pero también, en la misma andanada, la del patriotismo esencialista con todos sus valores imperiales nacional-católicos y parafascistas. Salvo la franja más senil de la derecha española, nadie en nuestro país siente nostalgia de la dictadura o considera amenazadoramente “rojos” a los que, como hizo el 15-M, tratan de democratizar, y no de españolizar, España. ¿No queda memoria? Sí queda. Los únicos que recuerdan todo en este dichoso país del Loto son precisamente los que siempre han perseguido la memoria. El PP, el partido más transversal de España, contiene una mitad neoliberal para los tiempos de bonanza y mayorías absolutas, y una mitad imperial-católica para la adversidad: conserva, bien enquistada en el hígado, toda la memoria mala de nuestra historia para activarla de nuevo contra cualquier proyecto de democratización que cuestione su poder. La ventaja paradójica de España oculta también este peligro: España es el único país del mundo en el que los descendientes de los perdedores de la Guerra Civil han perdonado a los vencedores y han olvidado sus agravios mientras que los descendientes de los vencedores no acaban de perdonar a los perdedores ni dejan de verlos como “enemigos”. Toda la “cuestión española” –la de la democratización o refundación de España– pasa por la resolución de este dilema en la relación de fuerzas. ¿Podrá la mayoría desmemoriada imponerse a la minoría ideológica o logrará la minoría ideológica, acantonada también en un sector del PSOE, rememorizar y des-democratizar España de nuevo? La irresponsable dinamita ideológica de algunos medios de comunicación, ni independientes ni pedagógicos, hace temer lo peor. El gobierno y sus opinantes ancilares están despertando las “células durmientes” de la memoria negra; y vertiendo en el “cero histórico” el pasado que convendría no resucitar.

El País Vasco y Catalunya formaban parte –y, aún más, la vanguardia– de esta España desmemoriada, como lo prueba el resultado electoral insólito de Podemos en Euskadi y de los comunes en el Ayuntamiento de Barcelona. Sus respectivas burguesías (de Euskadi y Catalunya), verdaderos pilares del régimen del 78, hoy juegan papeles distintos por los mismos motivos: protegerse a sí mismas. Las dos juegan a favor de la rememorización y des-democratización desde posiciones diferentes. El PNV, con una arenosa mayoría, administra con calma geológica su pragmatismo un poco autista: es el único régimen del 78 que queda. Por su parte Convergencia (hoy Partido Democrático de Catalunya), jibarizada por la misma crisis de régimen que ha restado millones de votos al bipartidismo español, ha buscado salvarse mediante una ruptura en la que, empujado por las espumosas movilizaciones, por el crecimiento amenazador de ERC y el sincero radicalismo de las CUP, ha acabado por creer. Sobre esto, en todo caso, se ha dicho ya mucho y bien. Ni al PDeCat hay que reprocharle “intenciones” ni al procés falta de legitimidad. Hay que reprocharles más bien que hayan conducido a Catalunya a una rememorización paralela a la de “España” –paralela incluso en sus procedimientos antidemocráticos– sin el apoyo de una mayoría social suficiente, dejando más bien fuera, mediante un falso e imposible referéndum, a esa abrumadora mayoría que quiere un referéndum. El procés no tiene ladrillos para una república catalana ni –mucho menos– para una república “socialista”. “España –escribía Guillem Martínez en una de sus formidables crónicas– es irreformable, pero Catalunya también”. El 1-O, mucho me temo, abrirá una herida y cerrará el carril que en el Estado estaba ya cerrando el escaso tino de Podemos. Si no hay una catástrofe, el 2 de octubre habrá que tratar, sobre todo, de olvidar muchas cosas, y ello como condición para un necesario reordenamiento de las alianzas en torno a la mayoría desmemoriada (que, como el dinosaurio de Monterroso, cuando despertemos seguirá ahí, al menos durante un rato más).

Sabemos que el responsable último de lo que pasa es el “régimen” español, que no hay posible equidistancia entre la erdoganización del PP y la defensa del derecho a decidir, que la democracia tiene en Catalunya la mayoría de su parte. Sabemos, al mismo tiempo, que todo lo que se podía hacer mal, el procesismo lo ha hecho mal. Sabemos que la única solución para la “cuestión española” pasa por un referéndum en Catalunya y que una y otra vez –la última ayer– “España” se ha negado a negociarlo. Sabemos que no habrá en Catalunya un referéndum el día 1-O, pues, por muy democrático que sea su impulso, su aplicación no podrá serlo. Llegamos al 1-O sabiéndolo todo y sin poder hacer nada para trasladar a la realidad este saber. Y sin embargo, salvo que ocurra un milagro que haga descarrilar sobre el mismo colchón los dos trenes, ni el Gobierno va a detener su ofensiva rememorizadora ni el Govern va a desconvocar la consulta. De manera que, nos guste o no, tenemos que tomar una decisión: ¿qué hacemos con el 1-O?

Y he aquí mi inútil propuesta.

Primero para los españoles. La reacción del PP demuestra una vez más que la “cuestión nacional” es la “cuestión española” y que la cuestión española es la de la democratización de España. No podemos, por tanto, permanecer callados frente a esta “España” turca que persigue urnas, registra periódicos y amenaza con meter en la cárcel a cientos de alcaldes en Catalunya, pero que impide también reunirse para debatir en Madrid y en Vitoria y despierta nuestras “células durmientes” imperiales, felizmente marginadas hasta ahora. Como bien decía Jorge Moruno, lo que está en juego ya no es sólo el derecho a decidir de los catalanes sino las libertades democráticas de todos los españoles. “Lo llaman democracia y no lo es”: se impone que los desmemoriados volvamos a salir a la calle contra los memoriosos negros que quieren invertir el trabajoso e incompleto camino recorrido en los últimos cuarenta años.

En cuanto a los catalanes, no me atrevería a darles ningún consejo, pero sí me aventuro a decir lo que yo haría el día 1 de octubre si fuese catalán. En Catalunya hay tres opciones. Una no votar, otra votar sí, otra votar no.

No votar es votar a favor de Rajoy y contra el derecho a decidir. Da igual cuál sea nuestra verdadera intención; el resultado es éste. Tiene razón Javier Gallego cuando distingue entre “desobediencia institucional” y “desobediencia civil” (o cívica, como reivindica con fundamento Pérez Tapias). Pues bien, convocar un referéndum ilegal es “desobediencia institucional”; votar en una consulta ilegal, en cambio, es un acto individual de “desobediencia cívica”. La respuesta del Gobierno español justifica sobradamente, y aun reclama, este acto de desobediencia. Si fuese catalán, votaría sin duda el 1-O. O lo intentaría. Ni el Gobierno ni el Govern nos dejan otra salida.

Ahora bien, votar Sí sería apoyar un acto de “desobediencia institucional” del Govern que, más que ilegal, es inútil y peligroso, y lo es en la medida en que su aplicación –cualquiera que sea el resultado– dejaría fuera a más de la mitad de los catalanes y en ningún caso llevaría a una ruptura democrática. Yo no podría votar Sí al Govern, a su imposible referéndum ni a la Ley de Transitoriedad, muy chapucera y muy conservadora y continuista en el plano institucional.

Así que no sólo votaría No sino que llamaría a todos los catalanes, incluidos mis amigos independentistas de izquierdas, a votar No. Votar No es un acto obligado de “desobediencia cívica” contra el Gobierno y un acto libre de “desobediencia política” contra el Govern, que no está en condiciones de utilizar bien nuestro Sí. Votando No reivindicaríamos el derecho a decidir de Catalunya –y por tanto la posibilidad de la independencia– al mismo tiempo que impediríamos la fulminante des-democratización del procés. Entre la espada y la pared, entre el Gobierno y el Govern, el No es un voto y, por lo tanto, un Sí; pero es un No y, por lo tanto, un No: no al camino imposible –hacia la república catalana o la ruptura democrática– del pseudorreferéndum. “Pseudo” –aclaro– no porque sea “ilegal” sino porque su ilegalidad invalida de hecho, como no-democrática, cualquier aplicación de sus resultados.

En los últimos años, gracias a los desmemoriados de Madrid y de Catalunya, en procesos desgraciadamente paralelos, se ha conseguido naturalizar, en cafés y tertulias, el debate sobre la “cuestión nacional”, que es la “cuestión española”, que es la “cuestión democrática”. Nunca se había llegado tan lejos. La respuesta de la minoría ideológica con memoria, en plena descomposición del régimen del 78, ha sido la de rememorizar “España” en detrimento de la democracia. Nuestros errores y la erdoganización del Estado pueden cerrar esa puerta aún semi-abierta. No sé cómo se puede evitar. España es irreformable y Catalunya también. Bueno. Pero si aceptamos que el 1-O no va a haber ni tanques “españoles” ni independencia de Catalunya –como no va a haber una invasión extraterrestre o una lluvia de ranas–, no nos queda más remedio que seguir defendiendo la democracia en Madrid y la sensatez en Catalunya; y la sensatez en Madrid y la democracia en Catalunya.

Pero si hubiera una invasión extraterrestre o una lluvia de ranas, o las dos cosas, entonces –claro– me callo.

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).

http://ctxt.es/es/20170913/Firmas/15003/Catalu%C3%B1a-Proces-Memoria-Espa%C3%B1a-Alba-Rico.htm