Duino, los acantilados del ángel

El primitivo castillo medieval, actualmente en ruinas, albergó a Dante. Ya en el siglo XX fue el refugio dorado donde Rilke (1875-1926) escribió sus ‘Elegías de Duino’. Hoy es un museo que evoca los más bellos –y también terribles– momentos de Europa.

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Panorámica de los acantilados de Duino, desde el sendero Rilke, con las ruinas del viejo castillo medieval, y el peñón de Dante (Il Sasso di Dante) Lisbeth Salas (FOTOS)

Duino es una fortaleza abrupta, sobre escarpadas rocas que dominan el Adriático. Cuando soplan los vendavales, las aguas azules se tornan turbias y verdes. Pero, en primavera y en verano, sus jardines se llenan de flores: margaritas, ciclámenes, iris, hortensias, macizos de rosas y las bayas rojas de los al­meces.

Fue aquí donde Rilke alcanzó la hondura de su viaje interior, escribiendo unas Elegías que son ya un libro de iniciación al misterio. Y será aquí donde comprenderá que el hombre moderno de Occidente, con su terror a la muerte, ha roto el camino que siguen los ángeles para comunicarse con los vivos, dejándonos sumidos en la ignorancia y en la angustia de una existencia sin revelación ni futuro.

El camino de las aguas ocultas

Se llega a Duino desde Trieste por una carretera, o por una vía férrea que orilla el mar; y, en dirección contraria, sólo hay unos ciento cincuenta kilómetros desde Venecia. Todas estas tierras italianas, desde las lagunas de Grado hasta la monumental Aquileia, con su extraordinaria ­basílica, tienen una apasionante historia. Romanos y bizantinos dejaron aquí señales misteriosas e in­delebles: esculturas, mosaicos y frescos que encierran mensajes crípticos.

Es un paisaje místico y mistérico. Hasta las gemas –ónice, amatista, cristal de roca– llevan el senhal de la Reina de la Noche. Hay que buscarlas, pero se encuentran; igual que los ríos desaparecen en la roca. Se oyen cuando pasan debajo de las iglesias, abriéndose camino por cavidades subterráneas. Murmuran en oscuras tonalidades menores, como oraciones de réquiem. Se deslizan bajo tierra, sin perder su cauce. Pero, entre lo oculto y lo visible, hay sólo una muerte aparente: un silencio, una pausa, un concierto que vuelve siempre a su tonalidad dominante.

El viejo castillo data del siglo X, pero desde el siglo XVI pertenece a la familia Della Torre di Valsassina, más conocidos hoy por su nombre alemán de Thurn und Taxis. La fortaleza fue reconstruida, a lo largo de los años, en un emplazamiento más alto.

Bajo la estrella de Marie von Thurn

Marie von Thurn conoció a Rilke en París, en 1909, y le invitó a pasar unos días en el castillo de Duino. Él acababa de cumplir treinta y cuatro años, ya había publicado algunos libros, y era un poeta apreciado en medios muy elitistas de la intelectualidad y del arte. Había trabajado como secretario de Rodin –un empleo que acabó de mala manera, cuando el escultor le acusó de beneficiarse de sus relaciones– y sobrevivía con una economía muy apurada, sin poder ayudar a su esposa, y a su hija de corta edad; aunque el amparo de sus mecenas le permitía moverse incansablemente por toda Europa y mantener relaciones con algunas de las mujeres más bellas e inteligentes de su tiempo.

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Entrada principal de la fortaleza reconstruida, edificada sobre los acantilados del mar Adriático, al fondo (.)

La princesa Marie tenía ya los cabellos grises, recogidos en rizos sobre la frente. Su edad y la estabilidad de su matrimonio le daban la ventaja de que sus relaciones de amistad con el poeta no se prestaban a chismes ni a dudosas interpretaciones.

Rilke se dio cuenta enseguida de que Marie von Thurn había nacido con una delicadeza interior y un sentimiento instintivo del arte. Hablaba con autoridad moral, y no se dejaba avasallar por intelectuales ni académicos. La libertad de sentimientos era, para ella, tan importante como el pensamiento libre. Sabía pensar con el corazón y eso, precisamente, la hacía tan especial.

El carácter animoso y optimista de la princesa era como un bálsamo para el temperamento depresivo del poeta. Había sido educada entre versos de Dante y Petrarca, partituras de Beethoven y de Mozart, y encajes de Venecia. Ya de niña había conocido a Franz Liszt y a Johann Strauss, invitados en el castillo de su familia. Escribía con sencillez y claro estilo, traducía varios idiomas, y tocaba el piano. Decoraba sus casas con gusto, porque era sensible para el arte, y sabía elegir cuadros, muebles y tapicerías, intercalando entre grabados románticos las magníficas fotografías que ella misma hacía.

Marie apareció en la existencia de Rilke como un milagro. Y, con ella, llegaron, en mágico vuelo, las figuras de la mitología iniciática de los trovadores y los caballeros andantes: castillos y torres, ruiseñores y escudos, tapices y puentes, cadenas e iglesias, senhals misteriosas del mundo oculto. ¿Dónde mejor que una costa de roca y de niebla para leer mensajes ocultos? ¿Dónde mejor para apaciguar la razón y abrirse a la sabiduría del corazón? ¿Dónde mejor para esperar y encontrar al Ángel?

“El pequeño reino de allá arriba”, lo llamaba Rilke: “Ese universo habitado y denso de recuerdos, con la ventana que se asoma sobre la inmensidad”.

Rilke descubrió aquí un juego que acabaría teniendo mucha importancia en su vida, porque sería el origen de las Elegías de Duino: hablar con los espíritus, con los ángeles y con los fantasmas. Todos cuantos le conocieron tenían la impresión de que se convertía –por un enigmático don– en el habitante ­esperado por las sombras de los castillos.

El laberinto de las puertas secretas

Rilke era hábil para buscar su partitura y, con el tiempo, iría interpretando a la perfección su guión de niño del castillo. Se pasaba el día removiendo cajones en el desván y descubriendo secretos que divertían enormemente a la princesa. Un día desempolvó un sillón destartalado que adoptó para su uso personal, explicando que había en él un espíritu escondido que le era afín. Otro día encontró unos retratos de las difuntas hermanas de la princesa. Y, en otra ocasión, descubrió un baúl antiguo con sombreros que habían pertenecido a la madre de Marie.

La princesa reservó para Rilke un dormitorio en una esquina del castillo que ofrecía vistas hacia el jardín y el mar. Tenía debajo una terraza con rosales, y se llegaba hasta ella por una escalerilla que con­ducía, también, a un pequeño oratorio.

Pero Duino no puede abarcarse ni comprenderse en un momento. El castillo es tan sobrecogedor y solemne, que nuestro corazón necesita tiempo para adaptarse a su grandeza. En las noches de luna sólo se oye el canto de los ruiseñores: docenas, cientos, miles. Pero, a veces, se viste con una luz lóbrega, como si no quisiera aceptarnos. Entonces nos damos cuenta de que es inmenso, antiguo, construido por caballeros y seres que conocían los caminos de peregrinación y las llamadas del misterio. El encantamiento hostil sólo dura unas horas. Y, al poco rato, sonríe con una alegría caprichosa, como si se disculpase de su grandeza que le hace parecer terrible.

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Duino (.)

El poeta pasó la tarde de su llegada asomado al balcón. La princesa Marie le miraba inquieta, porque sabía que allí se cumplía un destino. Rilke se conmovía al pensar que Dante se había sentado en el gran islote blanco, a los pies del castillo. Sus lecturas de juventud en Florencia, le acudían alborotadamente al corazón. Los pescadores del lugar llaman a esta roca Il Sasso di Dante.

Rilke se convertiría con los años en el niño travieso de la princesa. No había puerta secreta en el castillo que no conociese, ni desván que no hubiese registrado ni cajón que no hubiese abierto. Era un voyeur de los espíritus y desenterraba los recuerdos más ocultos. No hacía, en cierta manera, más que repetir los juegos de su infancia. Siempre tuvo esta afición por el teatro. Pero el castillo era el escenario más ­divertido. En cualquier cajón podía encontrarse una cajita de música con la figura de un ruiseñor, un ­espejo, un cuaderno escrito con ­caligrafía antigua, o un perfume exótico.

Desde 1910, la princesa le invitó a pasar temporadas en el castillo de Duino. El ángel había trazado así el vuelo del poeta; así de sencillo, como se realizan todos los designios, como canta el ruiseñor a la hora en que debe cantar, y como, en una de las cartas antiguas que Rilke desempolvó en el castillo, encontraría una inscripción misteriosa: “Se acerca el ruiseñor”.

Y, así nacerá un día la Primera Elegía de Duino. Iba caminando, al pie de los muros del castillo en un día de bora –el viento furioso, el mar azul y plata–, cuando oyó una voz en la tormenta: “Wer, wenn ich schriee, hörte mich denn aus der En gel Ordnungen?” (¿Quién pues, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles?).

El doble fondo de la realidad

Rilke es, probablemente, el poeta que mejor ha comprendido que la creación nos necesita –el mundo necesita al hombre– porque toda memoria está esperando que la rastreen. Probablemente la falta de comunicación que había tenido en su niñez con su padre, le permitía ahora valorar la importancia de poder dirigirse al Creador.

El ángel pertenece al tiempo sin horas, a la plenitud, y al universo ya creado y reposado. Pero nosotros, las criaturas, podemos percibir –en la escala reducida del espíritu humano- el quantum de su luz, su rastro, su memoria; igual que el fruto de la higuera encierra de forma perfecta una flor secreta, perfumada y pura.

El poeta explicaba sabiamente a Marie von Thurn su concepto espacial de la vida: “No analizamos nuestros problemas en toda su profundidad y no nos damos cuenta de que tienen, por decirlo así, un doble fondo. Y todos nuestros esfuerzos por llegar hasta el fondo de las cosas se detienen en el falso nivel. ¿En qué momento va a abrirse el cajón secreto? Eso no depende de nuestra habilidad, sino que un gesto involuntario y fortuito –quizás un descuido– nos permitirá descubrir el resorte, en el momento menos pensado”. ¡Idea genial la del doble fondo, porque mucha gente organiza su vida en un único nivel, sin sospechar jamás la existencia del cajón oculto!

Rilke, con sus dotes de médium, captaba sensaciones extrañas y repetía cosas misteriosas que “oía en las noches de insomnio, cuando estaba solo en el castillo”. A la princesa Marie le impresionaban estas confesiones, y podía comprobar que se trataba de experiencias verdaderas, ya que Rilke citaba detalles y circunstancias de su infancia que nadie más que ella conocía ni podía conocer.

El piano de Liszt suena en Duino

Marie von Thurn interpretaba a sus músicos preferidos en el piano Bösendorf del castillo; el mismo en el que había tocado Liszt. Ella sabía encontrar la risa dulce de Mozart en el sencillo andante del Concierto 21. Se sentaba al piano y, en el tiempo soñador, le esperaba –como una madre levanta a un niño que tropieza– para recogerle en su honda mirada de extravío y de dolor.

La terraza se asomaba al mar. Protegida por una balaustrada de piedra, tenía en el centro una fuente veneciana de mármol, en la que la princesa había plantado rosas damascenas que daban un perfume dulce y embriagante. Y ese aroma se unía al olor almizclado de la parra, llena de uvas moscatel. Marie von Thurn lo había pensado todo como homenaje a Gabriele d’Annunzio, cuando el divino poeta estuvo de visita en Duino, y le dedicó unos versos.

Fue inolvidable el día en que invitaron al Quartetto di Trieste. Los músicos interpretaron el tercer movimiento del Cuarteto op. 132 en La menor de Beethoven, que parecía escrito para aquel castillo frente al mar, y para aquella terraza con la fuente veneciana y el emparrado de uvas, rosas y glicinias. Allí sonaba escalofriante esta canzonetta antigua, como una pena convertida en acción de gracias. Era profunda, religiosa y plena, como el alma de Beethoven en sus últimos meses, antes de morir: molto adagio, rinforzando en la plenitud de la gracia, hasta el andante.

Las barquitas de pescadores se acercaban en el crepúsculo a los escollos, con sus luces encendidas, para oír la música. Las rocas blancas, y las murallas y torres del castillo, hacían de caja de resonancia.

Esperando al ruiseñor, en un sillón roto

En los días de Duino, Rilke había descubierto otra misión: pensar con el corazón y esperar al ángel. No era un delirio, porque lo presentía cerca, como la llegada de la primavera y el canto del ruiseñor.

Rebuscando en los rincones del castillo, había desempolvado también dos viejas vitrinas. Una de ellas, la más grande, era española: de nácar y bronce dorado, con fondo de terciopelo rojo. La destinaron a guardar porcelanas, abanicos y miniaturas. En la segunda vitrina, más pequeña, guardaron les petits objets de femme (así los llamó Rilke): tarros de porcelana para el maquillaje, polveras, echarpes y bolsitas bordadas. Era divertido buscar los perfumes antiguos, en aquellos frascos donde la anilina y los tintes se habían descolorido, dejando sólo rastros de cumarina y de rosa.

En el camino que desciende del castillo hacia las ruinas de la antigua fortaleza medieval, entre encinas, pinos y laureles, los antepasados de la princesa construyeron un pequeño Tiergarten (parque zoológico). Era un lugar solitario que los campesinos consideraban poblado por espíritus, como los antiguos bosques sagrados. Hay un pabellón, flanqueado por columnas blancas y dos plañideras que lloran sobre unas ánforas. Rilke fantaseaba que, allí, construiría su morada para el invierno. Sus amigos se tomaban a broma estas excentricidades, porque sabían que el lugar estaba invadido de arañas, escorpiones, mosquitos y víboras. Pero el poeta quería demostrarles que, poco a poco, iba adentrándose en la existencia franciscana que había soñado y que, para vivir así, sólo necesitaba una torre solitaria. Ahora ya sabía que el ruiseñor canta, de repente, en los setos espinosos.

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Biblioteca del castillo, donde Rilke pasaba muchas horas documentando una biografía del almirante veneciano Carlo J. Zeno, que no llegó a escribir (.)

La llamada del ángel

Un día de vendaval, Rilke sintió una misteriosa llamada en los acantilados de Duino. Se apoyó sobre un enorme olivo y, al posar suavemente sus espaldas en el tronco, tuvo una sensación inquietante, como si la savia del árbol pasase a través de sus venas. Le pareció hallarse en otra vida y en otro tiempo. Y todos los seres que habían vivido en el castillo le rodearon en misteriosa danza, pidiéndole que les dejase compartir su alma para volver a la vida.

Rilke comprendía, ahora, que no hay mayor pobreza que vivir sin amor. Esperó que la princesa y sus hijos partiesen del castillo, y se enfrentó al invierno de 1911, como el Evangelista en Patmos, esperando su revelación apocalíptica.

Ya no cantaba el ruiseñor en los días de luna. Bajo una niebla de polvo de diamante se oían las sirenas lejanas de los barcos, mientras algún tímido rayo de luz iluminaba las velas de los pesqueros. Caía la lluvia fina y sin ruido, como un llanto que regaba el jardín. Un sol ocre barnizaba esta pintura, casi flamenca.

En la soledad de invierno, las rocas de Duino le estaban diciendo –como los poetas místicos– que sólo había un refugio seguro y duradero: el castillo interior. Debía afanarse en construir presto esta fortaleza. ¡Había corrido tanto por el mundo!

Soplaba el viento en los acantilados, rolando sin cesar en los orientes de la rosa. Se adentraba el invierno sin flores, y los castaños apretaban sus manos para resistir la tormenta.

A mediados de enero comenzó a sentir el aliento alegre y apaciguante de la inspiración. Miss Greenham, la gobernanta que cuidaba el castillo, parecía cada día más torpe y distante, como si el invierno la estuviese convirtiendo en nieve. Y Carlo, el viejo criado esloveno, se asustaba al ver caminar a Rilke, arriba y abajo, hablando en voz alta y escandiendo las sílabas de sus versos. Estaba convencido de que el poeta estaba loco, y sabía imitar sus gestos y sus expresiones, sus lamentos y sus suspiros.

La atmósfera mágica del castillo, su soledad, y sus fantasmas, que aparecían inesperadamente –en los cajones cerrados, en las vitrinas y en los muebles del desván–, hacían presentir algo inquietante.

Las elegías de Duino

En medio de una tormenta de viento, sintió que unos versos brotaban de su interior. Le bastaba abrir los labios para que manasen como una fuente, contados y precisos, uno tras otro. Se asomó al mar, y oyó una voz autoritaria e interrogante: “Wer wenn ich schriee, hörte mich denn aus der Engel Ordnungen?” (¿Quién, pues, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles?). Quizás era el eco lejano de los druidas que habitaron estas tierras en tiempos antiguos, adorando a los árboles y a la luna. Pero también podía ser la voz de Dios, porque no había nadie, más que el viento, y el miedo a la muerte que nos mantiene lejos del misterio. En un revuelo le vinieron al alma los comienzos de varios poemas, rotos en fragmentos. Y así nacieron las Elegías de Duino.

Al fin, el 21 de enero de 1912, pudo enviar a la princesa el original de la Primera Elegía, escrito en un pequeño libro azul turquesa – dolce color d’orïental zaffiro– y dedicado con estas palabras: “Aceptadlo, siéndome propicia, como lo fuisteis desde los primeros instantes”.

Durante años, hasta 1922, irá completando estas Elegías que ha comenzado en Duino. Las proseguirá en España, en París, y en su última morada en la torre de Muzot en Suiza. “Somos las abejas de lo invisible –dirá un día. Libamos ansiosamente la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena de oro de lo Invisible”.

Las obras de arte son así. Nacen para vivir en un mundo que les es hostil y que las compra, las vende, las juzga, las revende, y las maltrata, sometiéndolas a explicaciones racionalistas. Cuanto más sean oídas y aplaudidas, peor serán entendidas. Por eso –como decía Rilke– traspasan nuestra alma y nos dejan con la sensación de no poder poseerlas jamás, porque no son nuestras, y vuelven al cielo que las creó.

Bajo el fuego de la guerra

En mayo de 1915 Italia entró en la contienda contra los Imperios Centrales y, para Rilke, eso significaba que se le había cerrado otra parte de Europa; sin olvidar que Duino, en la frontera, era una presa fácil para los bombardeos. La princesa Marie le enviaba noticias de este reino encantado que, ahora, estaba en peligro. Los bombardeos mordían el castillo, poco a poco, lentamente, con una crueldad inaudita: hoy una escalera, mañana un paño de la muralla, otro día las habitaciones debajo de la biblioteca y, más tarde, el remate de una torre, o los grandes cipreses que iban cayendo en el parque, segados por la metralla.

A Marie von Thurn le correspondió su ración amarga en este capítulo final de Europa. En la noche del 13 de abril de 1918, soñó con Duino. Vio la gran torre destruida, mientras ella lloraba desconsolada. Y, en ese momento, alguien le enseñó un viejo pergamino, escrito por una religiosa. Semanas más tarde, todo se cumplió como en el sueño. La princesa estaba hospedada en el Excelsior Palace de Trieste. Desde sus ventanas veía la costa de Duino, hasta el castillo que se dibujaba al fondo. Algunos oficiales alemanes disfrutaban de un permiso dominical en el hotel. La música sonaba animada, cuando los cañones italianos comenzaron a disparar desde la laguna de Grado. Se oían las ametralladoras que emitían un gruñido sordo en los acantilados. Y, en la oscuridad, brillaban las rocas blancas desde Miramare hasta Duino, como si la Reina de la Noche lanzase estrellas sobre aquel mundo amado. Pero no eran estrellas, sino el fuego incendiario y destructor de los morteros que abatían la terraza de las rosas, el pozo veneciano, los cipreses centenarios, las escaleras de piedra húmeda, los desvanes de las cartas secretas, las vitrinas de los petits objets de femme, y la pequeña capilla que tenía una puerta secreta que daba a un lugar –olivo, aire, viento– donde se aparecía un Ángel… A veces, las bombas parecían truenos.

A comienzos de mayo, Marie von Thurn pudo visitar las ruinas de Duino. “Serafico carissimo –escribió a Rilke–, vengo de Trieste y he visto el fantasma de Duino. Ya sólo un fantasma”. Y proseguía la carta: “¡Cuántas almas os han escrito hoy Serafico, cuántas almas desaparecidas hace mucho tiempo os han llamado; almas todavía por venir, y que murmuran bajo el umbral, almas quizás deseosas de irse… Hace ya dos años que no iba a Duino. Ahora las violetas florecen en su rojo sombrío, y en amarillo dorado, sobre las rocas, y los iris aparecen en grandes capullos…. ¿Vuestro árbol estará todavía en pie? Ya sabéis, el árbol temido”.

Una muerte propia, por caridad

Después de la Gran Guerra, Rilke no regresó más a Duino. Las ruinas de su mundo iban a morir con su poesía. Tuvo que exiliarse a Suiza, y acabó allí sus días en diciembre de 1926, en el pequeño torreón de Muzot, donde le había albergado por caridad uno de sus mecenas. Una leucemia solapada, dolorosa, invalidante y fatal, fue marchitando las últimas rosas de su sangre.

En octubre de 1923 aparecieron las Elegías de Duino, en la cuidada edición de Insel Verlag. Algunos amigos acudieron a celebrar el acontecimiento. Pero la salud de Rilke empeoraba por días.

Apenas conseguía dar unos pasos por el camino helado de Muzot. Envuelto en su abrigo, con los pies cubiertos por los botines y una bufanda al cuello, temblaba friolento como un árbol sin hojas. Los arroyos fríos que saltaban a los lados del camino, entre espuma de nieve, le dolían en el alma.

Tuvo que internarse en un sanatorio, en Valmont, cerca de Montreux. La leucemia que destruía su vida, oculta como la plegaria de un río subterráneo, fue diagnosticada, al fin, por los médicos que le atendían. Y así llegó, dolorido y purificado –pues nadie es más puro que quien no tiene porvenir– a sus últimos momentos, en diciembre de 1926.

Desde la terraza de su habitación en el sanatorio, le parecía oír al Cuarteto Triestino que interpretaba una barcarola, mientras los pescadores fondeaban en la rada del castillo de Duino; debajo de la terraza de las glicinias y la parra de uva dulce. Las rosas perfumaban la tristeza de piedra de la muralla. Los rayos de luna acariciaban el pozo de mármol veneciano… Caían las estrellas en el Todo y, en su cofre sin fondo, quedaban ensartadas como perlas en un collar. Nadie puede añadir ni quitar nada a lo creado. Por eso, si alguien repasa las cuentas de nuestra existencia, nada se pierde sin volver a convertirse en vida. “Cada una de nuestras pérdidas –había escrito en uno de sus poemas– se derrama en la Fuente Originaria, y allí se repone”.

Mauricio Wiesenthal es escritor, recientemente ha publicado ‘Rainer Maria Rilke. El vidente y lo oculto’ ( Acantilado, 2015).

Lisbeth Salas es fotógrafa, especialista en retrato de escritores y temas literarios. Ha publicado el libro ‘El ojo en la letra’ (Editorial Alfa).