Döblin, la mirada berlinesa

Berlín es una ciudad travestida, que muda de piel con cada contingencia histórica. Hay tantos Berlín como almas la han poseído, y esta transmutación física y emocional estalla, como en ningún sitio de la ciudad, en la Alexanderplatz, la famosa Alex de los berlineses. Corazón de la ciudad en la edad media, lo era también de la Alemania Oriental y fue aquí donde el comunismo construyó uno de los edificios más altos de Europa, la Torre de la Televisión. También fue en Alexanderplatz donde, el 4 de noviembre de 1989, se iniciaron las protestas de miles de berlineses orientales que, cinco días después, provocarían un hecho de enorme importancia histórica: la caída del muro de Berlín.

Es esta plaza mítica, sacudida por múltiples mudanzas históricas, la que quedó fijada para siempre en la retina literaria de un judío nacido en la ciudad portuaria de Stettin (en la actual Pomerania polaca), que publicó en 1929 la novela que, según Günter Grass, sería la mejor de la literatura alemana del siglo XX. No hay duda, en todo caso, que Berlin Alexanderplatz es el libro más importante que se ha escrito sobre la ciudad, sólo emulado por otra novela posterior, la magnífica Una princesa de Berlín de Arthur Solmssen. Y cuando Fassbinder transformó Berlin Alexanderplatz en una serie de 13 capítulos, la convirtió en icono de la modernidad.

Inconformista, marxista heterodoxo, socialista que abandona el partido, y judío cristianizado por influencia de Kierkegaard, Alfred Döblin es uno de los escritores más insólitos del siglo XX, con un estilo tan desconcertante, que son muchos los lectores que no consiguen superar las primeras páginas. En cualquier caso, como pasa a menudo con los grandes narradores, lo más importante de la novela no es la desgraciada historia de Franz Biberkopf, exconvicto por asesinato involuntario, moralista a pesar de todo, y metáfora de una lucha por la supervivencia tan descarnada, que incluso le asusta más la vida fuera de la prisión, que la prisión misma: “Estaba ante la puerta de la cárcel de Tegel y era libre. Ayer aún, en los campos de atrás, había rastrillado patatas con los otros, en uniforme de presidiario, pero ahora llevaba un abrigo de verano amarillo; ellos rastrillaban atrás, él estaba libre (…) Había llegado el momento terrible (¿terrible, Franze, por qué terrible?), los cuatro años habían terminado”.

Como psiquiatra del barrio obrero de Alex, es evidente que Döblin conocía bien las tribulaciones de los berlineses de entreguerras, que habitaban en una ciudad que se modernizaba a ritmo acelerado, pero era incapaz de garantizar la supervivencia diaria. Una supervivencia sangrante, destripada, inhumana. Sin embargo, para los amantes de la palabra escrita, lo mejor de la novela es la fusión entre el fondo y la forma, la caótica presencia del narrador que interrumpe, rompe, manipula e incluso destruye el propio relato sin miramientos, en un collage literario –“escrito con la técnica del montaje cinematográfico”, diría Walter Benjamin– que ocurre un grandioso homenaje al cubismo. Si Döblin es un gran escritor, no lo es por la historia que explica, sino, como Joyce, por la forma en que lo explica, radicalmente libre. En este sentido, es probable que sea un libro incómodo a la maleta, y quien quiera conocer Berlín, no encontrará clavo al que cogerse, porque Döblin no quiere explicar la historia de la ciudad, ni pasearse por los rincones, sino destripar su alma y mostrar la ferocidad de la lucha por la vida desde el infierno de un barrio abandonado. Y si bien la novela no puede imaginarse en ninguna otra ciudad que Berlín, ni en ningún otro tiempo que el de la República de Weimar, deviene la metáfora de todas las grandes periferias abandonadas de las ciudades modernas: las banlieues franceses, la gran Calcuta, los paracaidistas del DF mexicano… Como dice Döblin, “este mundo es un mundo de dos dioses. Es un mundo de construcción y destrucción simultáneas”.

También hay un aspecto que convierte Berlin Alexanderplatz en un viaje literario imprescindible: la manera precisa en que, al explicarnos la desesperación de sus personajes, nos da valiosos detalles para entender el éxito del nazismo en la sociedad alemana. Aunque Döblin aseguraba que él no pertenecía ni a la nación alemana, ni a la judía – “mi nación son los niños y los locos”–, es evidente que es una novela muy alemana y muy judía, y, además, sería esta doble condición negada la que lo conduciría a la persecución, la huida y el exilio. Desde esta mirada de judío alemán, nos legó un retrato minucioso del dolor y la desesperación de unos compatriotas, que pocos años después abrazarían el nazismo. Junto con Adiós a Berlín de Christopher Isherwood (que daría pie a la famosa película Cabaret” y con la antes referenciada Una princesa de Berlín de Solmssen, la novela de Döblin culmina el triplete de libros de obligada lectura para entender la degradación de las sociedades modernas, capaces de dejarse seducir por las ideologías más terroríficas, cuando se pone en peligro su bienestar. Lección del pasado para el desconcierto del futuro…

LA VANGUARDIA