Dinero, mentiras y cintas de espías

Los años de abundancia fácil nos convirtieron en una sociedad de moral distraída. En medio de la laxitud ambiental, ciertamente, había personas rectas. Pero su integridad, últimamente, había tenido que mantenerse en contra de la corriente general. Su honradez era objeto de escarnio social, y sólo la han visto premiada por las noches de sueño plácido que proporciona una conciencia tranquila, como es debido. Lo que debería haber sido habitual, la common Decency de que nos hablaba domingo en el ARA Ignasi Aragay citando a Orwell -tan propia de las clases modestas que habían hecho virtud de las estrecheces cotidianas-, en estos años de crecimiento tonto se convirtió en una heroicidad quijotesca. Todo lo que ahora estalla no es de ahora: es de cuando no había crisis, cuando se suponía que íbamos tan bien que incluso nos extrañábamos de que hubiera sueldos de sólo mil euros.

También debo decir que la tibieza moral no es un todo o nada, que hay gradaciones -o degradaciones-, y que la generalización del abuso termina relativizando la percepción subjetiva de su gravedad. De modo que la conciencia de dónde empieza o termina la corrupción, de hasta dónde se es inductor o cómplice, durante estos últimos años se había desdibujada. Todos la hemos conocido de cerca, esta sociedad turbia. Pero hasta hace poco, habíamos vuelto la cara hacia otro lado para no tener que mirarla fijamente. Hemos sido terriblemente indulgentes ante el abuso y la mentira. Y que unos hayan sacado más provecho que otros a menudo ha sido más consecuencia de las oportunidades que de los escrúpulos. Dicho de otra manera: hay un hilo de continuidad que va desde el directivo bancario que se atribuye un plan de pensiones de ocho millones de euros o del político que acumula veintidós dos millones en una cuenta de Suiza hasta cada una de estas 30.000 familias que seguían cobrando la pensión del abuelo difunto o de todas las facturas que hemos cobrado y pagado sin IVA.

Pero el endurecimiento de las condiciones de vida, económicas, políticas y sociales, nos ha mostrado la obscenidad de lo que teníamos alrededor. Y es que ahora vuelves la cabeza y ves más de lo mismo. No sé si la imagen evangélica que cantaba Pi de la Serra en los años sesenta -la de aquellos “sepulcros blancos por fuera, por dentro bien podridos” al inicio de la ruina de aquella otra moral corrupta del franquismo- no vuelve a ser la adecuada. Pero, ciertamente, el revoque de las convenciones farisaicas de las que nos protegía se está descascarillando. Hay muchas razones para la indignación del pueblo raso, que es quien más ha recibido. Y probablemente basta y sobra para provocar respuestas individuales y colectivas aún más airadas de las que estamos viendo.

Sin embargo, más que ganas de añadir leña al fuego y de apuntarme al coro de moralistas escandalizados, me desasosiega saber sobre qué actitudes debemos construir la nueva sociedad que debería ser capaz de rehacer la confianza perdida. Ríanse de ello en el supuesto peligro de romper la cohesión social por el hecho de querer escoger democráticamente un horizonte nacional: lo que realmente está a punto de derrumbársenos es este clima en el que ya nadie se fía de nadie. Los espías triunfan cuando una sociedad funciona sobre la ocultación y la mentira que protege el poder corrupto que facilita la obtención de dinero fácil. Y ahora que falta el dinero, todos se delatan en cascada, y muestran la miseria de sus silencios anteriores.

A mi me cuesta mucho creer que podamos volver al sentido de la decencia común a partir de grandes catarsis colectivas o de regeneraciones radicales. Me fío más de la voluntad clara de revisar exhaustivamente las causas de todo ello, de la capacidad para reconocer el daño causado, del compromiso preciso para enmendar lo que nos ha llevado donde estamos y de la ejemplaridad de quienes asuman responsabilidades más allá de las que se derivan de la acción judicial. Es un camino largo el de la recuperación de la confianza, porque más que grandes conversiones difíciles de creer pide el hábito de una larga práctica virtuosa.

 

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