¿Desde cuándo hablamos catalán?

El catalán es una lengua originaria del latín. Como el castellano, el francés, el portugués, el occitano y una docena larga de lenguas más. El catalán, a grandes rasgos, es el resultado de una evolución particular del latín sobre un territorio concreto. Como todas las otras. Sin embargo, ¿en qué momento se produce la ruptura? Dicho de otra forma, ¿en qué momento deja de ser latín y pasa a ser catalán? Las fuentes documentales revelan que en la centuria del 800 —hace doce siglos— la lengua que se hablaba en las casas y en las calles de los condados francos del Rosselló, del Empordà, de Cerdanya y de Urgell (la Catalunya vieja) ya no era latín. El eclesial Concilio regional de Tours (Francia), celebrado el año 813 bajo el reinado político del emperador Carlomagno, nos marca un punto de partida: dictó la disposición, efectiva por todo el Imperio franco, imponiendo la prédica en “rusticam Romanam linguam aut Theodiscam, quo facilius cuncti possint intellegere quae dicuntur“, es decir, en la lengua vulgar romana y en la germana popular.

El falso mito de la “unidad lingüística”

Para entender las causas que explican el tráfico del latín al catalán tenemos que remontarnos a unos cuantos siglos antes. Y poner de relieve que la unidad lingüística del Imperio romano es un falso mito. Y el extremo occidental de aquel imperio no fue una excepción. La península Ibérica tampoco fue nunca una unidad lingüística. La investigación filológica contemporánea ha demostrado que en la Hispania romana (siglos II a.C. a V d.C.), se hablaban un mínimo de cuatro dialectos del latín notablemente diferenciados. Además de las lenguas autóctonas que habían resistido la romanización. Tan notablemente diferenciados, que sus hablantes, para entenderse, tenían que recurrir al latín académico. Según los profesores Josep Maria Nadal (de la UAB) y Modest Prats (de la UdG), durante la época de dominación romana, en la península coexistirían cuatro diferenciados dialectos del latín, cuyos dominios se correspondían, aproximadamente, a las provincias administrativas y militares romanas: Tarraconense, Cartaginense, Baetica y Lusitania.

Mapa de las divisiones conventuales romanas. Kiepert, 1893 / Fuente: Biblioteca Nacional de España

El latín tarraconense, raíz del catalán

Este detalle es muy importante para entender el proceso de formación del catalán. Los romanos, cuando pusieron los pies y las garras en la península (a partir del 218 a.C.), dividieron el territorio en función de unas realidades culturales existentes: los pueblos norteibéricos, los tartesios, los proto-vascos y los celtas. La provincia Tarraconense, que abarcaba los territorios de las actuales Catalunya, Aragón y mitad norte del País Valencià, se correspondía en el mapa de las naciones norteibéricas, culturalmente diferenciadas del resto de tribus peninsulares y continentales. Pero todavía es más sorprendente observar el mapa romano de las subdivisiones provinciales: el trazo del conventus Tarraconense —una de las cuatro unidades administrativas de la provincia— se correspondía, sorprendentemente, en el territorio que mil años más tarde se convertiría en Catalunya. Y eso explica que el latín que se impuso sobre esta base cultural, la de los pueblos norte-ibéricos, a la fuerza sería adquirido con unos giros singulares, y a la fuerza tendría que evolucionar de una forma particular.

El latín de los legionarios, raíz del catalán

Dicho esto, hay otro elemento sumado —muy importante— que contribuiría a ampliar estas diferencias: los elementos que introdujeron el latín. Las fuentes historiográficas revelan que en la Tarraconense el latín fue introducido por legionarios romanos procedentes del sur de la península italiana. De aquellos territorios que, mil años más tarde, se convertirían en los reinos de Nápoles y de Sicilia y que, curiosamente, formarían parte del edificio político medieval de la Corona de Aragón. Casualidades o no, por el contrario, la Baetica, la Cartaginense y la Lusitania, serían latinizadas por las propias élites autóctonas, que a la vez lo habían sido por elementos cultos de la administración romana. Aquello tan viejo de pactar con el demonio para no perder el patrimonio. Y eso no quiere decir que en el centro, sur y norte de la península no hubiera legionarios. Había y muchos. Quiere decir que la Tarraconense estuvo más intensamente militarizada, tanto por razones geoestratégicas (era una conexión territorial), como represivas (era el territorio que más se había resistido a la conquista).

Mapa de la división política de la península a la alta Edad Media / Fuente: Wikipedia

El latín académico, única lengua común… de los que la hablaban

Así pues, se entiende por qué el latín que se hablaba en las casas y en las calles —ya en el siglo II, la etapa de plenitud del Imperio romano— estaba tan fragmentado que apuntaba a la formación de diferentes lenguas. Hasta el punto de que un comerciante de Tarraco que iba a Hispalis (Sevilla) o a Toletum (Toledo) a vender su producto tenía que recurrir al latín académico. En el caso que tuviera competencia. En cambio, si iba a Barcino (Barcelona), a Emporion (Empúries), a Ilerda (Lleida), a Dertusa (Tortosa), a Saguntum (Sagunt), a Valentia (Valencia), o incluso a Ruscino (Perpinyà) o Caesaraugusta (Zaragoza); podía gestionar sus negocios en su dialecto “vulgar”. El transcurso del tiempo y la independización de las provincias romanas (aquello que, eufemísticamente, se le dice “derrumbe del Imperio romano”), a partir del 476 d.C, no haría más que ensanchar la grieta, tanto entre el latín académico (el del poder y de la cultura) con respecto al latín vulgar (los de las casas y de las calles); como las diferencias entre los dialectos latinos provinciales.

La sombra de Flavius Paulus

Sin embargo, en ningún caso se puede afirmar que hacia el año 500, con el recuerdo lejano de lo que había sido el Imperio romano, los habitantes de la antigua provincia Tarraconense tuvieran conciencia de que hablaban una lengua propia y diferenciada. Los profesores Nadal y Prats explican que la revuelta fallida de Flavius Paulus del año 672, que aspiraba a crear un estado independiente sobre los conventus Tarraconense y Narbonense (actuales Catalunya y Languedoc) —con respecto a la monarquía visigótica de Toledo— podía tener un componente cultural, pero siempre añadido a los motivos económicos principales. Nunca sería el nervio de una reivindicación identitaria. En cambio, explican que lo que pasó poco después sí que sería determinante. El año 711, los ejércitos árabes invadían la península. La rapidez y efectividad de aquella conquista revela la fragilidad, incluso la negación, ideológica de un estado visigótico que, únicamente, era sustentada por las oligarquías del eje Toledo-Mérida-Sevilla.

Mapa del Imperio franco / Fuente: Enciclopedia

El mestizaje occitano

Y eso revela que al norte del Túria la ideología hispanista de san Isidoro de Sevilla (560-636) no se la tragaba nadie. Quienes podrían explicarlo serían las élites hispano-visigóticas de la Tarraconense que, no escarmentadas con la experiencia fallida de Flavius Paulus (672), pactaron con el general árabe Musa ibn Nusair derrocar la monarquía toledana (711). Lo que pasó a continuación es bien conocido. Pero en un ámbito geográfico más “catalán”, tendría unos efectos que serían decisivos para la formación definitiva de la lengua. La colaboración árabe, convertida en invasión, provocaría un éxodo formidable de potentis (oligarcas) de la Tarraconense —con todas sus extensas redes clientelares (esclavos, jornaleros y arrendatarios)— hacia el reino de los francos (717-725). Más concretamente, hacia la Septimania, que era el nombre que había tomado la antigua Narbonense; es decir, el actual Languedoc. Durante un siglo aquellos hispani convivieron y se mestizaron con los franci; y su latín vulgar se vería notablemente influido por aquella experiencia.

Carlomagno y el catalán

Cuando los soberanos francos Pipí y Carlomagno (742-814) llevaron a término la anexión del territorio entre los Pirineos y el Llobregat y crearon los condados catalanes dependientes (752-801) recurrieron a los descendientes de aquellos hispani que, un siglo antes, habían escapado de la invasión musulmana. Con la particularidad de que el año 752 (anexión de Perpinyà), el 785 (Girona), el 792 (Cerdanya y Urgell), o el 801 (Barcelona) ya no eran tan hispani como un siglo antes. Si es que lo habían sido nunca. El mestizaje había sido definitivo en la construcción de una entidad cultural y lingüística propia. Y las fuentes, reveladoramente, los denominan “francos”. Es en este punto donde las que en un futuro se denominarán lenguas catalana y aragonesa (originarias del mismo solar norteibérico) se separarían para siempre. Aquellos “francos” eran el resultado de un intenso mestizaje con las comunidades del sur de los dominios carolingios. Mientras que los aragoneses, durante aquel siglo, habían hecho el camino con los navarros, descendientes de las naciones proto-vascas.

Mapa de la división política de la península en el año 1000 / Fuente: Wikimedia

Occitano y catalán

Este había sido el gran caballo de batalla de la filología tradicional española. No se reconocía, más por cuestiones ideológicas que académicas, que el catalán —como el occitano o el francés— era una lengua del tronco galorománico. Y se afirmaba, con despótica rotundidad, que el “dialecto catalán” era un sistema lingüístico del tronco iberorománico —como el aragonés, el castellano, el astur-leonés, el gallego o el portugués. En cambio, la filología contemporánea, por todo el mundo, ha demostrado sobradamente lo contrario. También la investigación historiográfica revela la existencia de un latín vulgar propio y diferenciado a los condados catalanes de la centuria del 800 (dependientes del poder franco) emparentado con el de los dominios meridionales del Imperio de Carlomagno (marquesado de Gotia y condados de Tolosa, Roerga, Gavaldà y Auvernia). Aquellos catalanes que todavía no sabían que lo eran, con su lengua, se convertirían en el capital humano que repoblaría el país y absorbería las pequeñas comunidades no exiliadas que habían resistido la débil dominación musulmana.

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