Cuando mataban por las calles

Que Miquel y Josep Badia, los famosos hermanos Badia, no eran lo que se dice pacifistas no es ninguna novedad, aunque ahora los profesionales de la escandalera política hayan decidido escandalizarse con el Capitán Cojones y su hermanito porque eran violentos, asesinos y uniformados. No chicos, no es que, de repente, haya brotado en sus corazones escandalizados una desatada pasión por la historia republicana catalana, no. De lo que se trata, en realidad, es de utilizar la historia para escupir sobre el presidente Torra y el vicepresidente Junqueras, para criminalizar al independentismo. Y todo porque, meses atrás, habían participado en un homenaje a estos dirigentes de Estat Català, asesinados el 28 de abril de 1936 por los pistoleros de la FAI. Incluso Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, desaparecido durante meses de los medios de comunicación, estos días se escandaliza, se indigna y no deja de repetir ante el micrófono que Quim Torra es un racista porque escribe exactamente lo que piensa y porque defiende la débil tradición independentista de Catalunya. Es grotesco. Es como si ahora nos quisiéramos escandalizar por aquel matón llamado Pablo Iglesias Posse, fundador del PSOE y de la UGT, que en 1910, como diputado, tomó la palabra y afirmó en las Cortes españolas que su partido “luchará en la legalidad mientras pueda y saldrá de ella cuando deba”, y llegó incluso a amenazar de muerte a Gabriel Maura: “Para evitar que Maura suba al poder debe llegarse hasta el atentado personal”.

Todas las ideologías políticas de hoy pueden ser criticadas si recuperamos algunos hechos históricos del pasado fuera de contexto, olvidando la fascinación de nuestros abuelos, de todos nuestros abuelos, por las ideologías fuertes y angulosas, por las acciones contundentes acompañadas de un evidente desprecio por la vida humana. A la guerra civil de 1936 no se llegó por casualidad, el asesinato y la muerte fueron muy habituales en la Barcelona y la Catalunya de aquella época como testimonia, entre otros, la extraordinaria novela del hijo de Narcís Oller, Joan Oller i Rabassa, Quan mataven pels carrers. Quizás las monjas de clausura o algunos vegetarianos pioneros del pacifismo —y tampoco es seguro— fueron los únicos que no participaron en ese festival de matanzas y de violencias que agotaron a nuestro país hasta la paz acojonada del franquismo. El pacifismo es un valor de nuestra sociedad del que no participaban nuestros antepasados porque no podían hacerlo, simplemente porque no lo vivieron, porque el valor de la paz solo comenzó a desarrollarse políticamente después de la escabechina de la Segunda guerra Mundial. Cuando acusan al independentismo de asesino nos están asegurando que el españolismo es moralmente superior, que los mejores ciudadanos son los que se reúnen alrededor de la estanquera y aplauden a Albert Rivera. Se creen superiores, son más demócratas, más guapos y mejores personas. Pero humildes, diríamos que eso no. Tampoco dicen la verdad. Porque precisamente la raíz del fascismo, del nazismo, del racismo, es considerar que unos seres humanos son superiores a otros. El catalanismo es una ideología política tan buena o tan mala como cualquier otra. La mejor para los intereses de Catalunya de hoy según la mayoría expresada en las urnas.

Y sí, efectivamente, la Catalunya de los años treinta tenía fascistas o personas que hoy podríamos identificar con aquel movimiento político que quiso ser una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo. Fascistas había por todas partes, en Estados Unidos, en Japón, en toda Europa. En nuestro país algunos nombres ilustres flirtearon con el incipiente movimiento de Benito Mussolini, como Carles Riba o J.V. Foix, que se consideró fascista toda su vida, una condición más bien estética, vanguardista, que política. Y es que ser políticamente fascista no fue, en modo alguno, lo mismo antes de la Segunda Guerra Mundial y de las cámaras de gas que después. Como tampoco es lo mismo el comunismo antes o después de la caída del Muro de Berlín. El catalanismo, tras el asesinato de Lluís Companys a manos del general Franco y de la barbarie nazi, jamás volvería a tener a ninguna personalidad política, por más minoritaria que fuera, en el territorio de la ultraderecha. Cosa de la que, ciertamente, no puede presumir el españolismo, con sus águilas guerreras, con la exaltación identitaria de la Hispanidad, con su incapacidad para asumir la diversidad de España.

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