Cuando la legalidad se convierte en terrorismo de Estado

La reacción española ante la disolución de ETA, tan diferente a la de resto del mundo, da la medida exacta de lo que es el Estado español. Mientras los otros lo celebran y consideran que ha llegado el momento de sentarse, hablar y corresponder con gestos políticos, tales como el acercamiento de presos, el Estado español no le da ningún valor, al contrario le da hace asco y manifiesta que no se moverá ni un milímetro. El exministro de Interior, Jaime Mayor Oreja, incluso, afirma que no es verdad que ETA se haya disuelto. Según él está “más fuerte que nunca”. “No matan”, dice, “pero su proyecto de ruptura se ha fortalecido. Y añade: “ETA no necesita matar porque ya está haciendo política. Su proyecto está más desarrollado que nunca en Cataluña”.

No es que esta reacción sorprenda. Sólo hay que recordar qué fue su actitud, en 2011, cuando ETA anunció el fin de la actividad armada. Mientras la prensa internacional -BBC, CNN, The New York Times, The Guardian, Le Figaro…- se felicitaban, los principales medios españoles, con la excepción de Público, lo consideraban una mala noticia. ¡Una mala noticia! “Ni se disuelve, ni entrega las armas”, remacha. Y ahora que lo ha hecho, ahora que se ha disuelto y que ha entregado las armas a las autoridades de Baiona, el Estado español afirma que está más viva y más fuerte que nunca, que ha cambiado las armas por la política y que ha trasladado su campo de operaciones a Cataluña (!) Y todo esto dicho sin el menor rubor.

Tampoco ningún rubor por el incumplimiento de las promesas hechas, en el sentido de que el acercamiento de presos se produciría en cuanto llegara la disolución. La disolución ha llegado y el Estado, por boca del ministro Juan Ignacio Zoido, dice que mantendrán los presos alejados de su tierra. Por eso sorprende tanto que todavía haya catalanes lo bastante ingenuos como para creer que hay que hacer pactos con este Estado. España no ha cumplido ni cumplirá nunca -nunca, nunca, nunca- ningún pacto nacional con Cataluña, porque la mentira es uno de sus rasgos idiosincrásicos. Sólo hay que echar un vistazo a los anuncios de inversión estatal en Cataluña de años anteriores para ver el incumplimiento flagrante, sistemático y constante. La única posibilidad de que España cumpla -y aún así nadie se podría fiar- sería que una tutoría extranjera (Unión Europea o Naciones Unidas) la obligara. Todo pacto con España que no sea eso, por más firmado, rubricado, sellado y blindado que esté, es papel mojado. Y es que de un Estado que prohíbe, requisa y criminaliza toda pancarta o camiseta que diga “democracia” o “libertad” y que ha encarcelado a la presidenta del Parlamento de Cataluña por permitir que los parlamentarios parlamentasen no se puede esperar absolutamente nada.

Mantengo perfectamente vivo en la memoria el alboroto que se produjo el 21 de enero de 2004, en la librería Blanquerna de Madrid, llena hasta la bandera, cuando se presentó la versión española de mi libro “Yo no soy español” ( 1999). En la mesa, además del editor Xavier Cambra, estaba Iñaki Anasagasti y Carles Campuzano. Como si fuera hoy, Anasagasti comunicó que se iba decepcionado de Madrid, porque “hay poca política que hacer”, y Campuzano dijo que “el anticatalanismo vuelve a estar presente en el escenario de la política española para sacar votos”. Pero si el anticatalanismo da votos será porque hay una catalanofobia transversal en el Estado español, ¿no? De lo contrario, ¿qué rédito electoral daría?

Yo, por mi parte, dije que “llegará un día en que los catalanes vendremos a Madrid no a preguntarles si Cataluña puede ser independiente sino a comunicarles que Cataluña ha decidido serlo, y si son demócratas lo habrán de aceptar”. Esto ya sacó de quicio al sector españolista, pero cuando la cosa estalló fue cuando hablé sobre la pornográfica rentabilidad política que el Estado sacaba en ese momento de la existencia de ETA. La frase determinante fue esta: “Si ETA no existiera, el nacionalismo español debería inventarla”. Al decir esto, un sector del público se levantó y, marchándose, me abucheó lllamándome: “¡Cretino!, ¡Sinvergüenza!, ¡Terrorista!”. No se daban cuenta de hasta qué punto confirmaban mis palabras, porque yo no dije el nombre de España, dije “nacionalismo español”, y es obvio que este nacionalismo, al sentirse aludido, estalló. Los que no eran nacionalistas españoles, en cambio, permanecieron sentados y el acto continuó tranquilamente y sin más incidente.

Han transcurrido catorce años desde entonces, y la realidad habla por sí misma. En 2004 el Estado español decía cosas como esta: “Esquerra es ETA”, “El PSOE ha pactado con asesinos [refiriéndose a ERC] e irá con asesinos en la candidatura del Senado”, “ETA ya es el brazo armado del separatismo catalán”… pues bien, ahora ETA ya abarca todo el independentismo catalán. Ahora ser independentista catalán es ser miembro de ETA. ETA son los votantes del referéndum del 1 de octubre, ETA son los presos políticos, ETA son los políticos exiliados, ETA son el presidente Puigdemont y la expresidenta del Parlamento Carmen Forcadell, ETA son un millar de alcaldes catalanes, ETA son los maestros de escuela catalanes, ETA son los lazos amarillos y los que los llevan, ETA son las pancartas que dicen “Democracia” y “Libertad”, ETA son los CDR, ETA son los payasos, los cantantes y todos los artistas desafectos al Régimen, ETA, ETA, ETA… ETA es Cataluña.

Así es, pues, como el Estado español pretende justificar la implantación de un estado de excepción en Cataluña -¿qué es, si no, el 155?-, que implicaría, llegado el caso, la ilegalización de los partidos independentistas (o de una parte, para imposibilitar su mayoría) acusándolos de terrorismo. El Estado español ha comprendido que, por medios democráticos, el independentismo es imbatible, porque es pacífico, transversal y multitudinario y porque no es ningún líder el que lo empuja, sino el pueblo; y contra eso sólo pueden oponerse medidas totalitarias. Esta es la razón por la que el Estado opta por el terror. Es decir, opta por intentar extender el pánico entre la sociedad catalana mediante el acoso personal, de sanciones económicas, de persecuciones, de inhabilitaciones, de encarcelamientos… Y es que, habiendo concluido que el independentismo es irreversible, el Estado español pretende frenarlo durante un par de generaciones, que es lo mismo que decir en términos futbolísticos: “Dado que no puedo vencer a mi adversario, porque es infinitamente mejor que yo, le romperé una pierna y se acabó lo que se daba”.

Recordemos cuál es el argumento que ha dado el Tribunal Supremo para justificar la barbarie policial española del 1 de octubre contra el pueblo de Cataluña: lo hicieron para evitar una “masacre”. Sí, una “masacre”. Pero si, como sabemos, el valor de la democracia se representa en el voto, es obvio que una masacre sólo la puede provocar aquel que quiere impedir que la gente vote. Las preguntas a responder, por tanto, son estas: ¿a qué extremos sangrientos estaba (y está) dispuesto a llegar el Estado español contra Cataluña? Si Cataluña es una nación pacífica y democrática que contrapone las urnas a toda violencia, y las únicas armas que hay en nuestro están en poder español, ¿quien había de causar la supuesta masacre? ¿El plan era éste? ¿Masacrar a la gente que iba a votar? ¿Tan monstruoso es el dogma religioso e inquisitorial de la unidad de España, que justificaría una masacre de demócratas? Dios mío, ¡qué paroxismo! Sin embargo, hay que dejar que el Estado ruja y ruja, porque cuanto más grite, cuanto más haga que la legalidad sea terrorismo de Estado, más se muestra como lo que es, más diáfanamente se ve cuál es su marco mental y más patente se hace que somos dos civilizaciones completamente diferentes. He aquí que la libertad de Cataluña es mucho más que una causa justa y noble; es, por encima de todo, además de vital, inexcusable y urgente, la causa más inteligente. El terror no lo provoca el que quiere ejercer su derecho a votar, el terror lo provoca el que amenaza con masacrarlo si lo ejerce.

EL MÓN