Cincuenta años de la guerra de los Seis Días

Se cumple hoy el 50.º aniversario del inicio de la guerra que en junio de 1967 enfrentó a Israel contra Egipto, Jordania y Siria, un conflicto que todavía se destaca en una región cuya historia moderna está marcada por la violencia. La guerra duró menos de una semana, pero sus consecuencias aún se sienten medio siglo después.

La guerra en sí comenzó tras un ataque preventivo israelí contra la fuerza aérea egipcia, en respuesta a la decisión de Egipto de expulsar de Gaza y la península del Sinaí un contingente de paz de la ONU, y de impedir el paso de buques israelíes por el estrecho de Tirán. Aunque Israel atacó primero, la mayoría de los observadores lo consideró un acto legítimo de defensa propia contra una amenaza inminente.

Israel no tenía intención de combatir en más de un frente, pero pronto la guerra se extendió, cuando Jordania y Siria entraron en el conflicto del lado de Egipto. Fue una decisión costosa para los países árabes. Tras sólo seis días de combates, Israel controlaba la península del Sinaí y la franja de Gaza, los altos del Golán, Cisjordania y la totalidad de Jerusalén. El nuevo Israel era más de tres veces más grande que el anterior. Todo esto tuvo un extraño parecido con el Génesis: seis días de esfuerzo intenso seguidos de un día de descanso (en este caso, la firma del alto el fuego).

La batalla unilateral y su resultado pusieron fin a la idea (o sueño para algunos) de que era posible eliminar a Israel. La victoria de 1967 dio a Israel una permanencia que las guerras de 1948 y 1956 no le habían dado. El nuevo Estado obtuvo finalmente un grado de profundidad estratégica. La mayoría de los líderes árabes tuvo que cambiar de objetivo estratégico: de la desaparición de Israel a su regreso a las fronteras anteriores a la guerra de 1967.

Pero la guerra de los Seis Días no condujo a la paz, ni siquiera a una paz parcial. Para eso habría que esperar a la guerra de octubre de 1973, que creó las condiciones para lo que serían los acuerdos de Camp David y el tra­tado de paz entre Israel y Egipto. El lado ­árabe salió de este nuevo conflicto con el honor restaurado; los israelíes, por su parte, ­salieron escarmentados. Esto nos ofrece una ­enseñanza valiosa: los resultados militares decisivos no llevan necesariamente a re­sultados políticos decisivos, mucho menos a la paz.

Sin embargo, la guerra de 1967 sí llevó a la diplomacia; en este caso, a la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada en noviembre de 1967, que demandaba a Israel retirarse de los territorios ocupados en el reciente conflicto, pero también defendía su derecho a vivir dentro de fronteras seguras y reconocidas. La resolución fue un caso clásico de ambigüedad creativa: diferentes personas leyeron en ella diferentes significados. Aunque eso puede facilitar la aprobación de una resolución, dificulta su traslado a acciones ­concretas.

A nadie sorprende pues que aún no haya paz entre israelíes y palestinos, pese a los incontables esfuerzos diplomáticos de Estados Unidos, la Unión Europea, la ONU y las propias partes involucradas. En rigor, esta situación no es por culpa de la Resolución 242. La paz sólo llega cuando un conflicto está listo para su solución, lo cual sucede cuando los líderes de los principales protagonistas quieren y pueden hacer renuncias. Si eso falta, de nada servirán los intentos diplomáticos bienintencionados de actores externos.

Pero la guerra de 1967 también fue trascendental.

Los palestinos obtuvieron una identidad y una presencia internacional de las que carecieron mientras la mayoría de ellos vivía bajo dominio egipcio o jordano. Pero no lograron generar un consenso interno respecto de aceptar o no a Israel y, de hacerlo, a qué renunciar a fin de tener un Estado propio.

Los israelíes sí pudieron ponerse de acuerdo en varias cosas. Una mayoría apo­yaba devolver el Sinaí a Egipto. Varios gobiernos estuvieron dispuestos a devolver los altos del Golán a Siria según condiciones que nunca se cumplieron. Israel se retiró unilateralmente de Gaza y firmó un tratado de paz con Jordania. También hubo amplio acuerdo en mantener unida Jerusalén en manos israelíes.

Pero el acuerdo se quebró en lo concerniente a Cisjordania. Para algunos israelíes, este territorio era un medio para un fin: algo para entregar a cambio de una paz segura y un Estado palestino responsable. Para otros, era un fin en sí mismo, un lugar para colonizar y retener.

Esto no quiere decir que desde 1967 no haya habido ningún avance diplomático. Muchos israelíes y palestinos han llegado a reconocer la realidad de la existencia de la otra parte y la necesidad de dividir de algún modo el territorio entre dos estados. Pero por ahora, los dos lados no están dispuestos a resolver lo que los separa. Ambas partes pagaron y siguen pagando un alto precio por este atolladero.

Más allá del costo material y económico, los palestinos siguen sin tener un Estado propio y control de sus propias vidas. El objetivo de Israel de ser un país permanente, judío, democrático, seguro y próspero se ve amenazado por una ocupación sin final a la vista y por las cambiantes realidades demográficas.

En tanto, la región y el mundo no se han detenido y ahora las preocupaciones están puestas más en Rusia, China o Corea del Norte. E incluso si hubiera paz entre israelíes y palestinos, ello no llevaría paz a Siria, Irak, Yemen o Libia. Cincuenta años después de seis días de guerra, la ausencia de paz entre israelíes y palestinos es parte de un statu quo imperfecto que muchos han acabado aceptando y dando por sentado.

LA VANGUARDIA