Cataluña vencerá, un diagnóstico fácil

La obsesión de la mayoría de la ciudadanía catalana, dispuesta a salir a la calle una y otra vez y a no desfallecer por cansancio, sigue siendo la de mantener la paz y rechazar la violencia

 

La superabundancia de juicios sobre la situación actual en Cataluña que se hace en España y en el mundo incrementa la incertidumbre y azuza la confusión mental reinante en muchos ámbitos. Todos piden diagnósticos. Lo que se suele pedir sobre un enfermo. Muchos los dan. El resultado es el de la actual cacofonía. Para ponerle el necesario remedio es menester decidir cuál es la mejor senda que lleve, sin violencia ni desafueros, a la solución que Cataluña necesita. Una solución que España pueda asimilar sin mayores descalabros y de la que Europa en su democracia y diversidad se enriquecerá económica, moral y políticamente.

Hay tres modos para librarse de ella. El primero es el de la militancia: sumarse o incorporarse al movimiento independentista o al soberanista, u oponerse a él con igual convicción. La firme y vasta legitimidad de la que goza la Asamblea Nacional Catalana y la capacidad organizativa de quienes, sin distanciarse lo más mínimo del movimiento popular espontáneo, inspiran y guían a la ciudadanía es crucial en lo que está ocurriendo en Cataluña. Tanto o más que los desafueros de una Magistratura, el Poder Judicial, cuya miopía al crear víctimas y mártires encarcelados injustamente la desautoriza para que los ciudadanos piensen que es independiente.

Quienes se oponen militantemente en nombre de la, para ellos, sacrosanta unidad hispana -de la que excluyen a Portugal, Andorra, Gibraltar y lo que les convenga- son en territorio catalán una exigua minoría, con una capacidad de negar lo evidente, digna de cualquier otra causa. No olvidemos que hay quien niega la redondez de la tierra, cree en fantasmas o afirma la existencia del éter. Puestos así, también se pueda negar la presencia de Cataluña y la vastedad del independentismo anhelado por su pueblo. Cuando de Cataluña se trata, lo obtuso de los juicios que emiten no pocos observadores públicos, unos como periodistas o comentaristas, otros como políticos en sede parlamentaria o subidos a algún podio, es inexplicable. O solo explicable por un desconocimiento de lo que es Cataluña rayano en lo maligno.

El segundo modo es abrazarse al modesto autonomismo que surgió, por arte que no fue de birlibirloque sino por sagacidad y cautela política, parido casi indoloramente por la pirueta transicional que arrancó hacia 1975. (Sin duda fue más penoso y hasta sangriento de lo que muchos imaginan, pero tampoco hay que ignorar lo que se logró, a pesar de todo, en Euskadi y también, comparativamente, en Irlanda del Norte. Ambos territorios son hoy autónomos o autonomistas, no independientes). Esta posición es más popular de lo que se cree en todas las Españas. Muchos, sentimentalmente independentistas, la albergan cuando comprueban hasta dónde han sacado partido de ella en Euskadi, esa nación soñada y envidiada por tantos catalanes. No siempre se percatan de que en Vasconia se logró lo que se logró también porque había otro elemento, latente, y feroz, en las negociaciones, que precipitó las cosas. Un elemento, por fortuna, ausente en Cataluña. Alguna hoy remota intentona de violencia no consiguió nada palpable. Hoy, la obsesión de la inmensa parte de la ciudadanía catalana, dispuesta a salir a la calle una y otra vez y a no desfallecer por cansancio, sigue siendo la de mantener la paz y rechazar la violencia. No solo piensa así el PDeCAT, Esquerra y la CUP y el PSC, sino también la multitud de ciudadanos sin afiliación alguna cuya disponibilidad para la participación política en el espacio público no parece tener límite.

El tercer modo de emitir un juicio o diagnóstico sobre la situación actual en Cataluña y entre los catalanes, el más admirable, es el que responde a los componentes culturales, morales y estructurales de gran hondura histórica. Se trata del tejido mismo, ancestral de la sociedad catalana actual. Cataluña fue el único país mediterráneo, junto a Lombardía en Italia, que realizó una revolución industrial autóctona, por sí misma. Eso explica, como lo explica su derecho -distinto del hispano-, su afición al pactismo, tan europeo, su lengua, tan viva, esencial para su identidad, y su modernidad obsesiva, ambiciosa y conscientemente cosmopolita.

Ingenuo que es uno, juzgo que estos rasgos palmarios de lo que es Cataluña, la sociedad catalana, hoy mismo deberían tenerse presentes más intensamente. Se olvidan constantemente, cuando algunos de los más sutiles analistas de lo que está pasando hoy mismo, en Bruselas, Barcelona, Madrid o en cualquier otro lugar, se aferran a las vicisitudes del día, las frases del momento y las imágenes fotográficas cuya vigencia se mide en minutos más que en días. Es como quien, al leer el inmortal poema de Hesíodo ‘Los trabajos y los días’, se queda mirando a los últimos días y no se entera de los muy decisivos trabajos. Son los trabajos de los catalanes los que les llevarán a aquello por lo que, en su inmensa y tozuda mayoría, luchan hoy incansablemente.

Para reducir su patriótica militancia y calmar los ánimos de la ciudadanía catalana en sus desvelos por defender la dignidad de su propio país la solución es tan fácil que invita a la incredulidad constatar lo que hace el Tribunal Supremo. Nada costaría a sus sesudos componentes la aplicación de los criterios más elementales de los derechos humanos, reconocidos por España. Esta saldría ganando, puesto que la existencia de presos políticos es para ella bochornoso. Hasta el más necio, el que asó la manteca, sabe que los presos y exiliados catalanes de hoy nunca recurrieron ni incitaron a la violencia. Solo a la manifestación pacífica. Qué vergüenza, señores magistrados. ¿Porqué no defienden de veras la Constitución, de una vez?

Diario Vasco