Balada para un olentzero marginado

Puede que tiempos ha, los niños fueran menos niños, las paisana/os menos funcionales, los gustos más simples. Los hogares menos lujosos y emperejilados, aunque más cálidos. Puede que los montes fueran más recónditos y los pueblos menos luminosos, más rústicos y entrañables…

Puede que fuera entonces. Ya el solsticio de invierno urgía la matanza y el viejo carbonero se deslizaba por los hayedos de Agiña. En el fondo del valle, los candiles oscilantes de Lesaka agilizaban sus abarkas. Era el Olentzero ennegrecido, pelín mugriento, “tripandi”… Quizás los peques se refugiaban en los faldones de la amatxo. Tal vez no fuera muy avispado, pero era simpático y gran comilón.

En “gabon-gaua”, el monte era gélido y bajaba el carbonero. El cura decía -él sabría por qué- que el sucio olentzero venía a dar noticia del nacimiento del niño Dios. Y el gordinflón traía capones, huevos y vino para festejar al día siguiente. Y no había más. Ese era nuestro simpático Olentzero. Una estampa muy nuestra, “muy específica”, tal vez sin más ambiciones, porque no las merecía. Eso sí, muy al margen del costumbrismo carpetovetónico. ¡Como soliviantó (y solivianta) a la fachenda franquista!

Hoy nuestro olentzero camina hacia la globalización, o más bien a disolverse en la sociedad de consumo. ¿Será que a algunos vascos talluditos nos emborracha la nostalgia? Antes vagaba por los brumosos baserris y las mortecinas plazas. Hoy ya es un urbanita de pleno derecho. Le han dotado de escalas para trepar, como a cualquier Santa Claus, por las monótonas colmenas de ladrillo. Le sientan en un trono acribillado de neones, atiborrado de “Play stations”, frías barbis y toda la cacharrería lúdica. Y está a punto de ser ascendido a jerifalte de la industria juguetera, casi con el rango (depende de zonas), del monigote de los renos o del mismísimo Baltasar. Le han transfigurado sus hormonas y su cerebro. Lo maquillan hasta encarnarlo en un atildado dandy de verbo aterciopelado. Lo emperifollan de pieles como a un magnate de la industria del juguete. ¡Qué necesidad tendrá de competir con sus excelsas majestades del oriente! ¡Si le bastaba con ser un sencillo carbonero!

Olentzero era un personaje, quizás demasiado simple y rústico. Venía a invitarnos al ambiente de unas simples brasas, asando castañas y reviviendo nuestras sencillas tradiciones, puro regocijo familiar. A evocarnos el duende de nuestros campos y bosques, para descansar siquiera por breves momentos del monótono curro, cuando no del fragor de la política. Claro que a los otros, a los forofos de Papa Noel, les hubiera gustado vincularlo al entorno de eta, incardinarlo en el 18/98 o secuestrarlo para siempre.

Pero no parece que vaya a ser ese el camino más adecuado para sepultarlo por siempre amén, en las sombras de los hayedos. Va a resultar más eficaz involucrarle hasta la txapela en la barahúnda consumista. Y ya se sabe, la sociedad de consumo frustra cualquier indicio de originalidad. Hala, a competir con el pinche yanqui y con la realeza que armó el belén. Poesía, unción humana, tradición… ¿En que mundo vive usted? ¡Rentabilidad, que es de lo que se come!

¿Cuántos conocen los orígenes del Papa Noel (el de la Coca-cola), el San Nicolás cervecero, el viejito pascuero de Chile…? Aquel buen Nicolás de Bari que en el s. III, en tiempos de peste, allá en Turquía, repartió sus bienes entre los pobres, hoy ya no podría reconocerse.

Tal vez haya de ser así. Lo que pasa es que si los pueblos venden el alma y el sentido de sus usos, costumbres, y tradiciones, terminan vendiendo su identidad. En este caso diluyéndose en el magma de una globalidad amorfa, fría, sin perfiles.

Parece irremediable la metamorfosis de nuestro Olentzero. A mí me conmovía más el aldeano de Lesaka. ¡Qué le vamos hacer! Más buruandi, menos atildado, más vivencial, más basko en una palabra… Bajo su cielo de carbón, o de esmeralda, o de profundos grises, hasta podría añorar su entrañable zafiedad. Que los polifacéticos magos de oriente o Santa Claus manejen todo el mejunje de Toysaras, o sean, si sus majestades lo desean, los jefes del cotarro.

A un servidor le encantaría que nuestro carbonero siguiera con su carbón, su pipa y sus buenos capones. Rancio que se ha vuelto uno.