América y su cruz

LAS declaraciones del señor Borrell, y en una universidad, me dejaron, cuando menos, perpleja. Afirmó que los habitantes originales del hoy Estados Unidos, de número escaso, fueron muertos, restando importancia, tal como si se tratara de conejos, y así las cosas van mejor. Además de afrentoso no es real. Los indios de las praderas, diversas tribus o comunidades formaban un mundo complejo y más civilizado de lo que creemos. Los padres de Estados Unidos, ilustrados, los que crearon la primera república del mundo moderno, adoptaron algunas de las ideas políticas y civiles de su interrelación social. Adams, Jefferson, Washington y Franklin, sobre todo este ultimo, que confeccionó los baremos de una nueva sociedad fundando periódicos, la primera biblioteca pública americana y el pararrayos, celebraron, y lo siguen haciendo sus descendientes, la fecha del Día de Acción de Gracias / Thanksgiving Day, cuando los nativos ayudaron a sobrevivir a los primeros colonos ingleses. No hay algo igual en la otra América.

Iniciada la conquista del Oeste, siglo XIX, recibiendo la nueva nación americana una afluencia extraordinaria de europeos hambrientos que buscaban una esperanza de mejorar su vida, se inician las guerras indias que todos conocemos al menos por las películas del Oeste. Toro Sentado, Caballo Loco, Jerónimo… sus vestimentas, viviendas y organización social han sido retratados hasta el infinito.

Lo que calla Borrell es que la otra América, la populosa, la llamada latina, conoció un genocidio mayúsculo y, aún más, un silencio que hoy día se quiere disfrazar como la expansión de la marca España. El Imperio Azteca y el Inca, entonces en expansión y malos como todo quehacer imperial humano, fueron arrasados por la fuerza del caballo y el cañón, que los indios desconocían, y por las plagas de la viruela y la tisis, sin ninguna compasión, pese a la presencia de la cruz y el bautismo obligado. El otro gran imperio, el maya, estaba en decadencia cuando llegaron los europeos, y hoy nos muestra, gracias a la labor de los arqueólogos, su pretérita grandeza.

No sólo hubo expolio sino el arrasamiento total de poblaciones indígenas combativas: los araucanos del hoy Chile, los querandíes de la hoy Argentina, los charrúas del hoy Uruguay, los Caracas de la hoy Venezuela, los caribes… apenas han sobrevivido algunos nombres de los héroes indios combativos en la memoria popular: Caupolicán, Guaiocaipuro, Tupac Amaru, el último inca, arrebatados a la historia con dificultad por poetas como Ercilla, Santos Chocano o Rubén Darío, pero que no han tenido vivencia ni personalidad en la Historia.

La masacre india, de norte a sur del continente, fue un genocidio, y de los mayores de la historia de la Humanidad, sumado a la esclavitud negra, idea de un fraile español, que derivó en un comercio aberrante del que Europa debiera sentir profunda vergüenza. Seres humanos encadenados y trasladados a látigo desde todos los rincones de África, llevados a América en barcos, hacinados, extenuados y desorientados mentalmente para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar, añil, cacao y algodón. De españoles, franceses, ingleses y portugueses.

Simón Bolívar hablaba de una nueva conformación del hombre americano en el siglo XIX, de una sociedad en la que sus habitantes no eran blancos ni indios ni negros, sino una suma de ellos. Profunda y enriquecedora mezcla que la Humanidad viene realizando desde el momento mismo en que surgió la especie en el continente africano.

Hablar de América y la tragedia de sus primitivos habitantes con esa frivolidad me parece un grave atentado a los Derechos Humanos, una verdadera atrocidad histórica, y me pregunto dónde están los historiadores y su academia para señalar semejante dislate. Me siento ofendida por semejante aseveración, que tiene un afrentoso tono racista, en esa parte de mi ser americano que palpita junto a mi ser vasco. En ese conocimiento histórico y vital de América que me reveló lo mejor de sí misma, pese a la tragedia que una parte de la misma, la latina, sobrelleva hoy a sus espaldas: la caravana de Honduras a Estados Unidos, la de Caracas a Cúcuta, el narcotráfico campeante, la enorme y dispersa desolación de un continente que intenta inventarse a sí mismo sin lograr conciliar entre sus ansias y tragedias semejante devenir histórico.

Me ayudó a criar una mujer uruguaya que tenía algo de india, negra y blanca, y me enseñó de los dioses en los que ella creía pese a su sumisión a la cruz cristiana. Hablaba en palabras de raíz guaraní que retrataban un mundo idílico de pájaros, desde el volátil colibrí al poderoso cóndor, de susurrantes caudales de agua de las cataratas del Iguazú, de nuestro río Uruguay, el de los pájaros pintados, de rojas flores de ceibo que eran dones sacrosantos. Y recitaba los versos del Tabaré de Zorrilla de San Martín, con los que ella evocaba al sacrificado pueblo de su madre: … héroes sin redención y sin historia / sin tumbas y sin lágrimas / estirpe lentamente sumergida / en la infinita soledad arcana…

Recuerdo con dolor los decires de la mujer analfabeta y pienso que era más sabia y con una sensibilidad mayor, para el problema indio, que un ministro de relaciones exteriores.

Deia