Ahora la dictadura española nos dice cómo debemos vestir

No es desmesura, no es desproporción, no es derechización, no es locura, es fascismo, amigos. Y mientras no seamos capaces de decir esta palabra en voz alta, vocalizando cada sílaba y proyectando la voz, como hacen los buenos actores y las buenas actrices sobre un escenario, no tomaremos conciencia de cuál es el enemigo real al que nos enfrentamos. Mientras tengamos miedo de decir las cosas por su nombre, mientras usemos eufemismos que ocultan la realidad y endulzan la figura del opresor, estaremos fortaleciendo los barrotes que nos aprisionan y poniéndonos plomo en las alas.

El 22 de febrero del año pasado publiqué un artículo en el Món que se titulaba justamente así: “Nos enfrentamos al fascismo”. Entonces, el Estado español ya perseguía a Mas, Ortega, Homs y Rigau, pero aún faltaban ocho meses para que Cataluña celebrara un referéndum de autodeterminación aprobado por el Parlamento y amparado por los derechos humanos. Pero, como sabemos, estos derechos han sido desvergonzadamente violados por el Estado Español y todo el mundo ha podido ver que el franquismo -otro eufemismo de fascismo- continúa vivo. No hace falta que venga ningún filósofo holandés a decirnos esto, basta tener ojos para verlo, oído para escuvharlo y cerebro para discernirlo. Y esto interpela directamente a todos los demócratas, sean catalanes, españoles o de todo el mundo, porque la lucha cívica, pacífica y democrática de Cataluña por su libertad no es únicamente la lucha por la causa más noble de todo ser humano y de toda colectividad, la lucha de Cataluña es también una lucha contra el fascismo.

Un Estado que secuestra personas en función de sus ideas, que aprisiona, amenaza y persigue la disidencia, que arrolla la ciudadanía cuando se expresa en las urnas, que arrastra mujeres tirandolas por el pelo, que clava patadas a la gente mayor, que revienta a golpes de maza los colegios electorales, que ampara la impunidad de los fascistas que asaltan edificios institucionales y agreden a las personas que hay en su interior, que se niega a aceptar su derrota en unas elecciones, que aplasta la voluntad de un Parlamento democráticamente constituido, que conculca la libertad de expresión, que aprisiona los artistas que lo denuncian, que fabrica mentiras y calumnias contra los desafectos, que prohíbe el uso de camisetas, bufandas, gorras o pañuelos de color amarillo en un estadio, que tacha de “incitación al odio” las prendas con las palabras “Democracia” y “Libertad”, que considera delito pitar a un rey y a un himno, que califica de terrorismo toda protesta ciudadana hecha en la calle, que criminaliza las reuniones de más de diecinueve personas en espacios públicos, y que, entre muchísimas otras cosas, subvenciona una entidad que hace apología de uno de los más sanguinarios fascistas y asesinos que ha habido en este planeta, es un Estado que viola de manera flagrante los derechos humanos. Y un Estado que hace esto, un Estado que se salta todos los principios democráticos por medio de tribunales políticos y que, sin ningún tipo de escrúpulo, se limpia los zapatos con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es un Estado fascista.

 

Al día siguiente de la final de Copa entre el Barça y el Sevilla, en Madrid, el presidente Puigdemont formulaba esta pregunta: “Si un simple color es ahora un delito contra el Estado, qué vendrá después?” Pues puede venir de todo, querido presidente. De todo. Porque la falta de argumentos democráticos para impedir el derecho a decidir del pueblo catalán y la rabia de verse ridiculizado por varios estados de Europa, han llevado al Estado español al paroxismo y le han hecho enloquecer. Por ello persiste. Basta escuchar qué dicen los tres representantes de la caverna, Partido Popular, Partido Socialista y Ciudadanos.

Sin embargo, qué sería del supremacismo español, pero, sin la manada de tertulianos de radio y televisión que, intentando ocultar su ideología españolista, como si fueran jueces de tenis, se sientan a dos metros del suelo y, desde un plano penosamente superior, se dedican a reñirse unos y otros. Dicen: “Puede que el Estado se pasó un poquito requisando camisetas, pero los independentistas también, porque, por más legítimo que sea el derecho de silbar, es obvio que un partido de fútbol no es el lugar para transmitir mensajes políticos” . Lo entiende usted, ¿verdad, querido lector? Una cosa es que tengas derecho a silbar, y otra es pitar. Exactamente igual, por ejemplo, que el derecho de ser homosexual o ser independentista: una cosa es que tengas derecho a serlo, y otra es que ejerzas.

El 22 de abril, Ciudadanos decía que “en un estadio no se debe llevar símbolos políticos”. ¿En serio? Entonces, ¿por qué no se prohibió la entrada del rey de España? ¿Cómo es que no se prohibió la entrada del señor Felipe VI? Lo digo porque si en ese estadio había un símbolo político como una casa de campo, no hay duda de que era precisamente el rey de España, que no sólo daba nombre a la Copa, sino que, sin haber sido votado por nadie, imponía su presencia a miles de espectadores que, además de llenarle el buche por obligación, no lo aceptan porque lo consideran un símbolo de opresión. Claro y catalán: si un partido de fútbol no es el lugar para transmitir mensajes políticos, ¿por qué se politiza poniendo un rey en el palca y obligando a los espectadores a escuchar un himno político por los altavoces? De estos símbolos, naturalmente, no dicen nada los maestrillos de la silla de dos metros. Y es que, para ellos, los símbolos que molestan, los símbolos que ofenden, son los símbolos de los demás. Por eso los prohíben, los requisan y se obliga a tirarlos a un contenedor. Y también, por el mismo motivo, tapar el sonido del himno español por medio de un silbido es delito, pero taparlo gritando “lo, lo, lo, lo…” no lo es.

La.vertiente catalanofóbica de la cuestión se puso de manifiesto en un detalle: el color amarillo sólo incita a la violencia si quien lo lleva es catalán. Si lo lleva alguien de otra nacionalidad no es violencia. Por consiguiente, una periodista de una cadena española de televisión que vestía de amarillo no tuvo ningún problema y ningún agente de la policía política le pidió que se quitara esa pieza. Añadamos, pues, algunas preguntas:

– Si el ministro de Interior español, Juan Ignacio Zoido, no dio ninguna orden de prohibir el color amarillo, ¿cómo es que, sin embargo, se prohibió y que él mismo ha dado la cifra de 199 camisetas requisadas?

¿Es que es consciente, que se trató de un robo y que las víctimas, por lo tanto, deberían ser indemnizadas?

¿Por qué miente desvergonzadamente, si hay suficiente testigos e imágenes que demuestran que el número de asistentes catalanes afectados fue inmenso, no 199?

¿Por qué miente de manera flagrante diciendo que no se requisaba ropa amarilla lisa, sólo la que llevaba un mensaje político?

¿Cómo puede saberlo, si, como dice, él no dio ninguna orden ni estaba al tanto y, además, hay imágenes que lo contradicen?

Si nadie dio la orden de vulnerar los derechos fundamentales de los espectadores catalanes, ¿por que la policía los vulneraba diciendo a la gente cómo debía vestir y filmando a las personas que silbaban el himno y el rey españoles?

¿Por qué se permitían camisetas de color azul, que es el color del PP, o de color rojo, que es el color del PSOE, o de color naranja, que es el color de Ciudadanos, y, en cambio, se criminalizaba el amarillo?

¿Desde cuándo una camiseta con la inscripción “Democracia” o “Libertad” incita al odio y la violencia?

¿Por qué se criminalizaban prendas con los lemas “Democracia” y “Libertad” y, en cambio, se permite la exhibición de símbolos fascistas y nazis en los estadios?

¿Por qué el Estado español odia tan profundamente estas dos palabras, hasta el punto que de hacerlas quitar de la fachada de los ayuntamientos en las últimas elecciones catalanas?

¿Saabe, el Estado español, que sólo los estados fascistas prohíben y persiguen los lemas “democracia” y “libertad”?

Al día siguiente de los hechos, un periodista radiofónico catalán, todo buena fe, decía que él no prohibiría nada, pero que entendía que alguien se pudiera sentir ofendido por la pitada al himno español. Me extrañó que no entendiera que las personas que silbaban lo hacían justamente porque se sienten ofendidas por montón de agresiones del Estado que hay detrás de este himno, un himno que representa un Estado visceralmente enemigo de Cataluña, que no tiene escrúpulos a agredir físicamente a su gente y que, por boca de la ministra de Defensa, amenaza el pueblo catalán diciéndole que “el Ejército está preparado para cualquier eventualidad”. Nadie está obligado a pitar todo esto, pero es obvio que quienes lo hacen tienen una razón muy legítima, justa y respetable: lo hacen por dignidad.

EL MÓN