¿A qué esperamos?

Yo no me lo explico. He procurado entenderlo en estos meses, pero a estas alturas ya me resulta imposible por completo, después de haber visto Barcelona llenarse por la Diada. Me hiere recordar dónde estábamos el 20 de septiembre de hace un año y a dónde parece que una gran parte de los políticos independentistas nos quieren llevar hoy. Recuerden aquella rosa de fuego, aquella Barcelona insurrecta que prometía la libertad ante y contra los barcos de policías, de aquellos policías llegados -como tantas veces en el curso de la historia- con afán de reventarnos, de abrir la ciudad en canal. Pero también recuerdo, perfectamente, que no pudieron hacerlo. Que los derrotamos.

Constato, por ello, que alguien nos quiere imponer un relato muy interesado, muy oportunista, sobre los hechos de octubre. Intencionadamente derrotista. Y eso a pesar de que las batallas, escúchenme, ganamos todas las batallas, tantas como las que jugamos. De la primera a la última. Y la que perdimos, la más importante de todas, la perdimos por incomparecencia. No porque nos derrotasen ellos. La represión posterior ha sido durísima y cruel. Esto es verdad. Y es verdad que la peor parte, de largo, se la llevan los políticos de Juntos por Cataluña y ERC. Pero no podemos eludir ni menospreciar que todavía ha sido más dura la resistencia. Y mucho más fértil. Y sin embargo parece como si hoy, un día antes de empezar a recordar los hechos de octubre, una parte sustancial de los políticos, muchos de ellos con responsabilidades parlamentarias y de gobierno, tengan miedo de hacer memoria de lo que ellos y nosotros, juntos, hicimos en aquel octubre fantástico, de lo que fuimos capaces de crear. Obsesionados en decirnos hoy cosas que no nos decían entonces, como que no somos los suficientes.

Pero, y tanto si fuimos los bastantes como para detener la violencia salvaje y abyecta que descargaron sobre nuestras urnas. ¿O es que ya no recordamos esto? Y claro que fuimos suficientes, políticos de partido sobre todo, para hacerlas correr a escondidas, pueblo a pueblo y villa a villa, barrio a barrio y ciudad a ciudad. Se creó un perfecto y magnífico ejército de sombras que esquivó el todopoderoso CNI. ¿Y quien ganó entonces? ¿Votamos o no votamos el primero de octubre? Votamos y detuvimos la represión en seco. Una llamada telefónica el primero de octubre a mediodía forzó a España a detener la violencia de repente. Europa no podía aceptar más. ¿Pero somos conscientes o no de que Europa no se movió hasta que no vio por todas las pantallas de todas las televisiones cómo cientos de miles de catalanes ocupábamos las calles y nos enfrentábamos a la policía en defensa de la democracia? Aquella llamada no nació de la nada, no sé si somos conscientes de ello. La batalla, la ganamos con nuestros cuerpos, con nuestras heridas, con nuestra dignidad.

Y luego nos metieron a gente en la cárcel, sí. Y nosotros la tenemos en prisión. Encerrados, además, con las llaves que tiene nuestro gobierno y que no quiere utilizar para sacarlos de ellas. Metieron a los dos Jordis sin que nadie pensara que esto fuera ni posible. Y luego a medio consejo ejecutivo. Y ellos pusieron sobre la mesa el 155, un golpe de estado entero y planificado. Pero lo derrotamos. Otra vez. Al final no les ha servido de nada, salvo para entorpecer la marcha del país, hacer daño a las consejerías y mostrarnos el rostro verdadero de cada servidor público, el de los valientes y comprometidos y los de los simples administrativos. Y el 21-D en Madrid no podían creer lo que pasaba. Los volvimos a derrotar con el impulso de la gente que atravesó Europa, para ir a Bruselas a explicar al mundo que había un gobierno legítimo. Y ganamos unas elecciones ilegítimas, tramposas, que no tenían ninguna garantía democrática y a las que acudimos con una confianza que hoy no veo en muchos de los que entonces nos llamaron a ellas. Y por eso, porque les ganamos, ellos, desesperados, recurrieron al manual golpista sudamericano, e intentaron que guerrillas nocturnas nos metieran miedo. Pero no. Esto, el país también lo ha superado a base de Tortosa y de Alella, de una manera tan sencilla que despierta admiración. Y el país ha vuelto a hacer suya la calle. ¿Quién tendría la capacidad de discutirnos hoy, con un solo dato empírico en la mano, dónde está la mayoría social catalana? ¿Cuántas Diagonales son capaces de llenar ellos? ¿Dónde están si se quitan las capuchas y los disfraces? Las comparaciones no se sostienen.

Y ahora díganme, ¿de que hay que tener miedo, pues? Porque parece, sinceramente, que en algunos despachos haya miedo, un miedo que no está en la calle. O parece que hay políticos que tienen mucha menos confianza en el país que la que tiene la gente. No se trata de caer en el apartidismo, siempre peligroso, pero la pregunta es de qué podemos tener miedo nosotros ahora, si resistimos sus provocaciones del 20 de septiembre, aquellas armas dejadas expresamente dentro de un vehículo de la Guardia Civil y el asalto criminal a la sede de la CUP. Si tuvimos urnas y votamos más de dos millones de personas, en un ambiente de tensión que en cualquier otro país habría motivado deserciones en las colas de los colegios y que aquí originaron colas y escenas que hoy todavía nos horrorizan y nos humedecen los ojos. Sí proclamamos la independencia. Sí. El 27 de octubre. Mal y a destiempo, pero lo hicimos. ¿Y de qué pueden tener miedo ahora si esto lo hicimos con ellos, con nuestros políticos, cogidos de la mano, plenamente de acuerdo? Encabezados por ellos. Todo lo hizo la gente, sí, pero todo lo hizo también una generación de políticos dispuestos a jugárselo todo. Y que por eso mismo ahora no pueden mirar atrás y proponernos que no seamos lo que ya fuimos hace un año. Hay responsabilidades de aquellos días que ellos tampoco se las pueden sacudir de cualquier modo.

Sobre todo viendo que el Estado español, en todo este año, no ha derrotado a los catalanes ni una sola vez. El Estado no nos ha derrotado ni una sola vez en los doce meses que han pasado desde aquel día interminable en el cruce de la Gran Vía y la rambla de Catalunya. Y, en todo caso, si hoy no estamos donde deberíamos estar es por culpa nuestra y basta. Porque el ‘govern’ no va ni a bajar la bandera en Palau cuando el parlamento ya había proclamado la independencia, sí. Pero también porque el 30 de enero se detuvo la investidura del president que el país había elegido y ratificado, renovándole la confianza. Y porque este president elegido cedió a las presiones y terminó aceptando no serlo. Porque entre todos aceptaron que fuera encerrado en la prisión otro president, horas antes de que sucediera y en medio de una sesión de investidura. Ni Turquía se atrevería a hacer eso. Y porque no tenemos un ‘govern’. Parece que tenemos tres, por lo menos. Y porque dan la sensación de no saber qué quieren hacer ni en qué dirección van. Todas estas derrotas nos las habríamos podido ahorrar. Perfectamente. Sólo había que actuar con la decisión con la que exiliados y abogados nos ha hecho ganar en Alemania, en Escocia, en Bélgica o Suiza, con la tenacidad con la que la gente persiste en el apoyo de los presos. Pero son derrotas parlamentarias, en definitiva, que no cambian lo esencial. Ni una sola vez el Estado español ha sido capaz de derrotarnos en estos doce meses y, en cambio, la Generalitat y sobre todo la gente ha demostrado cuando ha sido necesario que es capaz de derrotarlo.

El 17 de agosto del año pasado, a raíz de los atentados de Barcelona y Cambrils, la policía de la Generalitat activó un plan que le dio, por primera vez, el control total y absoluto del territorio. Aquello de lo que habíamos hablado tanto, lo que tantas veces nos preguntamos si sería posible, ya fue hecho. Aquellos días España no existió y se demostró que era posible ejercer el poder, lo que seguramente alteró todos los planes del Gobierno, alarmado. Y el 3 de octubre la gente demostró que podía apropiarse también del poder, desde la calle, y comenzar una nueva era, cambiar sus vidas en todo y para todo. Han pasado doce meses desde entonces. España ya lo ha intentado todo y de todas las maneras, pero sólo ha ganado las partidas que le hemos regalado, que le ha regalado nuestra clase política. Ni una más. Ni aquí ni en Europa.

Y entonces la pregunta, tan simple de hacer y tan complicada de responder, es: y hoy, cuando falta tan sólo un día para conmemorar los hechos del 20 de septiembre, ¿a qué esperamos?

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