300 años de la Paz de Utrecht

La firma de la Paz de Utrecht (1713), de la que hoy hace 300 años y que ponía fin al largo conflicto internacional iniciado en 1702 -la Guerra de Sucesión de España-, merece ser considerada desde dos puntos de vista.

 

En primer lugar, restablecía una paz anhelada por todos, ya que aquella guerra mundial había costado 1.251.000 vidas y había empobrecido a los principales países implicados. Por otra parte, supuso una novedad importante en el orden internacional: por encima de los intereses de las casas dinásticas establecía un derecho racional. Así, por ejemplo, se impuso la renuncia de los Borbones a gobernar a la vez en Francia y España. También establecía un nuevo equilibrio europeo, con una cierta igualdad entre los países poderosos, aunque los británicos -ganadores de la guerra- se convertían en una potencia indiscutible. En cuanto a la monarquía hispánica, la gran paradoja es que si en 1700 un partido nacional español se movilizó a favor de un Borbón para ocupar el trono pensando que sería la mejor garantía para mantener la integridad territorial del reino, el resultado de Utrecht fue totalmente contrario a estas expectativas: la pérdida de Gibraltar, Menorca, Países Bajos, Milán, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Sacramento, además de las importantes concesiones comerciales a los británicos (‘asiento de negros’ y ‘navío de permiso’ en las Indias), confirman el declive de España en la escena internacional. Eso sí: los Borbones lograron entronizar allí uno de su dinastía.

 

En relación con el caso de los catalanes, Utrecht significó la renuncia de los británicos a garantizar las Constituciones, en contra de lo que el plenipotenciario de la reina Ana, Mitford Crow, se había comprometido a hacer en el momento de la firma del Pacto de Génova, en junio de 1705. En ese pacto los catalanes se habían comprometido a apoyar a las tropas inglesas para poner en el trono a Carlos III al Archiduque. No es que los británicos renunciaran a ello de entrada. De hecho, los intentos de su embajador en Madrid, Lexington, fueron reiterados. Pero en el último momento, el ministro británico Bolingbroke, después de haber insistido en que se respetaran “los antiguos derechos de los catalanes” y ante la negativa absoluta de Felipe V a negociar este punto, claudicó y aceptó la fórmula cínica que le propuso el duque de Monteleón, plenipotenciario de Felipe V. Según esta fórmula, el rey garantízaba a los catalanes “todos aquellos privilegios que poseen los habitantes de las dos Castillas”. Significaba, lisa y llanamente, su liquidación. De poco sirvió que el embajador catalán Pau Ignasi de Dalmases fuera recibido por la reina Ana, a quien pidió su apoyo recordándole en un sentido discurso que los catalanes se habían implicado en la guerra por incitación de los ingleses y que, en definitiva, luchaban por unas leyes y unas libertades semejantes a las que ellos disfrutaban. O que un grupo de 24 whigs (partido entonces en la oposición) de la Cámara de los Lores presentara una súplica a la reina para que los catalanes pudieran conservar sus “libertades, tan valiosas para ellos y, así, seguir disfrutando de sus justos y antiguos privilegios”.

 

Resuelto este obstáculo -innegociable, según las instrucciones que dio a los plenipotenciarios-, Felipe V tenía las manos libres y apeló al “justo derecho de conquista” para liquidar el Estado catalán y poner fin a la monarquía múltiple de los Austrias. Entonces instauró la Nueva Planta, absolutista, uniformizadora, jerárquica y militarizada. Fue un retroceso indiscutible en términos de modernidad política, ya que el sistema abolido, basado en una concepción política que podríamos calificar de republicanismo monárquico en el que el poder del rey estaba limitado por las Constituciones, se orientaba hacia el camino del parlamentarismo. Se trataba de un sistema que hacía posible una notable participación política del hombre común en las instituciones.

 

Así pues, si Utrecht significó el establecimiento de un nuevo equilibrio de fuerzas europeo y el declive de la España imperial, también supuso el triunfo del modelo absolutista y unitarista representado por Felipe V frente al modelo político y territorial por el que luchó la Corona de Aragón, fundamentado en el pactismo y en una concepción federalizante de España. La Nueva Planta borbónica supuso un retroceso evidente para Cataluña, ya que liquidó su sistema basado en los contratos políticos y en la representación, similar al de los países con regímenes parlamentarios. Las Constituciones, puestas al día en las Cortes de 1701 y de 1705, habían demostrado que eran un instrumento eficaz para gobernar la sociedad catalana y para proveerla de mecanismos que limitaran el poder arbitrario del rey y de sus ministros, que defendieran las garantías de la libertad civil y que favorecieran la economía del país. Si, hasta entonces, como afirmaba el jurista Francesc Solanes, las leyes estaban por encima del rey, ahora, por justo derecho de conquista, quedaba claro que no hay Otra ley que la voluntad del rey. Por ello, la solemne invocación a luchar por la patria y sus libertades de parte de los resistentes de Barcelona no era, en modo alguno, un ejercicio retórico de evocación de una antigua Constitución sino un llamamiento desesperado para defender unas leyes y un sistema útil que regían la propia res publica. La defensa de estas libertades amenazadas es, justamente, una de las claves para entender la resistencia de los catalanes durante trece meses, una vez abandonados por los aliados, hasta la entrada en Barcelona de las tropas borbónicas, el 11 de septiembre de 1714. La imagen de la resistencia final, del contraataque contra los borbónicos, es impresionante y refleja perfectamente la adhesión interclasista de la defensa de las libertades catalanas: junto a Rafael Casanova y Antonio Villarroel, acompañado del teniente coronel Martín Zuviría -inmortalizado por Albert Sánchez Piñol-, encontramos nobles como el conde de Plasencia, el marqués de Vilana y Josep Galceran de Pinós y de Rocabertí, el caballero Francesc de Castellví, el comerciante Sebastià Dalmau, el vigatano Jaume Puig de Perafita (que murió), junto con las compañías de la coronela los merceros y tenderos de telas, los escuderods, los revendedores, los sastres, los taberneros, los curtidores, los alfareros, el abogado Manuel Flix, ex jefe que se había mostrado contrario a la resistencia; algunos soldados como el general Basset, muchos valencianos y aragoneses, además de voluntarios y migueletes.

 

http://www.ara.cat/